Sin ti
Sin ti,
no sabe respirar la languidez del otoño,
la sonrisa tenue del anochecer,
la luminiscencia tras el alba,
las orquídeas,
ni sus lágrimas del atardecer.
Nada sabe respirar sin ti.
No respiran los cipreses,
ni el pequeño río de aguas cristalinas,
donde las piedras,
parecen nadar en tu búsqueda.
Sin ti,
la vida, escapa.
Pierde sentido el sueño
de amar en silencio.
Sin ti,
campa a sus anchas el olvido,
la desidia,
el sabor amargo
de la soledad profunda.
Tú,
invisible sentido de las cosas
y de la propia existencia.
Tú,
incomparable suspiro,
perfecto justificante de la locura,
recuerdo que abrasa,
lluvia sobre la tierra,
tierra sobre la semilla.
Tú,
juego imperecedero de las palabras,
pensamientos solitarios,
desesperación callada,
de párpados cerrados
tras un beso.
Tú,
amor de las trescientas sesenta y cinco noches,
de cada lustro y eterno,
tú.
Manuel Lozano Figueroa
De lo visceral a la piel (Editorial Poesía eres tú, 2025)
CUANDO LA AUSENCIA RESPIRA MÁS FUERTE QUE LA PRESENCIA
Hay poemas que nacen del lleno y poemas que nacen del vacío. Este pertenece a los segundos, pero de una manera extraña, paradójica, porque lo que falta aquí respira con más fuerza que todo lo que existe. Manuel Lozano Figueroa construye un universo entero sostenido sobre una negación, sobre el abismo de un “sin ti” que se repite como conjuro, como letanía, como golpe que vuelve una y otra vez a la misma herida abierta.
La anáfora no es aquí recurso retórico sino necesidad respiratoria. Cada “sin ti” es una exhalación entrecortada, el jadeo de quien ha perdido el aire y busca recuperarlo nombrando lo perdido. Porque así funciona el duelo amoroso: repetir obsesivamente el nombre de lo ausente como si la repetición pudiera traerlo de vuelta, como si las palabras tuvieran poder de resurrección. Y Lozano Figueroa no se avergüenza de esa obsesión, la exhibe con una honestidad casi obscena, sin las protecciones de la ironía o la distancia intelectual que tanto nos gustan para no parecer vulnerables.
Lo extraordinario del poema es cómo la ausencia del tú contamina el mundo entero. No es solo que el yo sufra, es que el otoño ha olvidado respirar, las orquídeas lloran sin sentido, los cipreses se han vuelto estatuas, el río busca inútilmente entre las piedras. La catástrofe amorosa se vuelve catástrofe cósmica. Y uno podría pensar que esto es exageración romántica, sentimentalismo desatado, pero hay algo en la construcción del poema que lo salva de caer en lo cursi: la precisión de las imágenes. “La luminiscencia tras el alba” no es frase genérica sino percepción concreta de quien ha mirado amaneceres con alguien y ahora los mira solo. “El pequeño río de aguas cristalinas donde las piedras parecen nadar en tu búsqueda” convierte la geología en criatura viva que participa del dolor.
Y luego está ese verso devastador en su simplicidad: “Sin ti, la vida, escapa”. Esa coma después de “vida” crea una pausa que es respiración, que es duda, que es el momento exacto en que uno se da cuenta de que aquello que daba sentido a levantarse cada mañana ya no está. La vida no desaparece, que sería casi un alivio, sino que escapa, que es peor porque significa que sigue existiendo pero fuera de tu alcance, burlándose de ti desde la distancia.
El poema cambia de registro en su segunda mitad. Pasa de la negación a la afirmación, del “sin ti” al “tú”. Y aquí es donde Lozano Figueroa demuestra que sabe construir climax emocional sin estridencia. El tú se convierte en letanía de atributos imposibles: “invisible sentido de las cosas”, “incomparable suspiro”, “perfecto justificante de la locura”. Son metáforas que podrían parecer grandilocuentes pero funcionan porque vienen después de la desolación, porque son el intento desesperado de la memoria por reconstruir aquello que se ha perdido nombrándolo hasta el agotamiento.
“Recuerdo que abrasa, lluvia sobre la tierra, tierra sobre la semilla”. Ahí está toda la ambivalencia del amor perdido: quema pero también fecunda, destruye pero también siembra. La secuencia de imágenes naturales no es bucólica sino brutal en su ciclo de vida y muerte. La lluvia cae sobre la tierra que cubre la semilla que morirá para renacer. Es el amor como proceso agrícola, como cosa de la tierra y no del cielo, como materia que se pudre para que algo nuevo germine.
Y ese final, esa repetición mínima: “amor de las trescientas sesenta y cinco noches, de cada lustro y eterno, tú”. Las trescientas sesenta y cinco noches son medida concreta, material, contable. El lustro es tiempo humano, acotado. Pero luego dice “eterno” y de pronto esas medidas temporales explotan, se vuelven insuficientes. El amor duró lo que duró pero también dura para siempre porque no hay forma de arrancarlo de la memoria. Y ese “tú” final, solo, aislado, es el núcleo desnudo del poema: el pronombre como último refugio cuando todas las metáforas se han agotado.
Lo que hace grande a este poema no es su originalidad formal, porque la anáfora del “sin ti” es tan vieja como el primer trovador que perdió a su amada. Lo que lo hace grande es su falta de pudor, su voluntad de no protegerse, su decisión de decir las cosas tal como duelen sin atenuar el dolor con juegos lingüísticos que nos hagan sentir más inteligentes que emocionados. Lozano Figueroa no escribe para impresionar a otros poetas sino para dar forma a algo que de otro modo se quedaría enquistado en las vísceras, cumpliendo así el programa de su libro: hacer que lo visceral llegue a la piel, al poema, a la palabra compartida.
En tiempos donde tanto se valora la contención emocional, donde se nos enseña que el buen gusto literario exige distancia y ambigüedad, este poema es un acto de rebeldía. Dice te amo, te extraño, sin ti no hay sentido, sin vergüenza ni disculpas. Y esa valentía, esa exposición total, es lo que lo convierte en un texto necesario. Porque todos hemos estado ahí, en ese lugar donde el mundo se vacía de sentido por la ausencia de alguien, y necesitamos que alguien diga en voz alta lo que nosotros apenas nos atrevemos a susurrar.
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