José Carlos Turrado de la Fuente, “Las Hespérides” en Juguetes Líricos (Ediciones Rilke, 2025)

LAS HESPÉRIDES

Cuando algún cervatillo desnortado
desoye los llamados de su madre
de vez en cuando da con un jardín
silvestre en un allende deslumbrante,
y al ámbar del ocaso, harto dorado,
junto a los rayos del astro en bostezos,
aéreos frutos, senda, va siguiendo,
cansado, mas feliz, aventurero.
Es un vergel extraño, ruiseñores
construyen con su trino como niebla,
y alfombran el tupido de la grama
los pétalos que anuncian a la almendra,
y huele el viento sin abajo, arriba,
sin rumbo, sin izquierda y sin derecho,
a la dulzura cruda de la nata
y al pródromo dichoso de un ensueño,
a acebos como intrusos en madroños,
a rosas en el núcleo de un clavel,
al melocotonar que da manzanas
y al cándido jaral hecho laurel,
las malvas se descuelgan telaraña
como entre lianas locas e imposibles,
y lluvias leves de las buganvillas
gotean cual celliscas invisibles,
y salvia, junto a menta y limonero
ajustan apogeo del olfato,
aturden paladar, fomentan gusto
por donde avanza célibe el cervato.
Arroyos de la nieve reguerean
y entraman recovecos y remansos
donde ninfeas, juncos y papiros
al aire de un hechizo dan descanso,
y un álamo espigado y generoso
da sombra a una muchacha de belleza
que no se debe ver, pues que enloquece,
que es Héspere, que acá crepusculea.
“Venado benjamín”, la ninfa llama,
“¿qué es lo que haces aquí, así, tan solo?”,
le allega un rezumar de albaricoque
que chupa con agrado el buen pipiolo,
relimpia aquellas manos de delicia
que luego ella se lleva al sutil cuello,
las perlas afrutadas con los labios
disputan el galón de caramelos.
¡Su voz es tan harpada, tan hermosa!,
con sólo musitar las aves todas
son un ovacionar despendoladas
después de pausas graves, silenciosas,
canarios de lutier magno y lombardo,
jilgueros de alcazaba nazarí,
y cerca está Eriteide, también ninfa
que se columpia en olmos tan feliz.
“¡Qué bambi tan bonito y tan goloso!”,
bromea como su melena al céfiro,
descúbrese lozana la piel blanca
con tan voluptüoso sentimiento
que cuando salta ufana del trapecio
el cérvido cachorro se le acerca,
la dama lo alimenta con caricias
y le concede un beso de inocencia.
El tiempo se ha parado, y mariquitas
trasladan su morada en amapolas
al carrizal do escena emocionante
impera con infancias tan gozosas,
y olvídanse las garzas de pescar,
y las carpas se asoman al Poniente,
y en violas transparentes de un lilar
se posa una falena adolescente,
y olvídase la marta de cazar
y las percas intuyen las estrellas
que, tímidas, a poco se colocan
en sus tronos de mística belleza.
Entre las ninfas el infante en rozo
se arrulla sobre un nido de cantueso,
se ovilla en su feraz y nuevo hogar
y ellas dibujan en trazo el bostezo,
y desde un sauce sale, como un trance,
la hermana que faltaba a la jornada,
que es Egle, fantasía pelirroja
que súmase a la trinca arrodillada.
De pronto el tiempo vuelve como siempre,
el cervatillo díscolo se ha muerto,
las ninfas se convierten en cardales
y el mágico jardín es un desierto.

José Carlos Turrado de la Fuente, “Las Hespérides” en Juguetes Líricos (Ediciones Rilke, 2025)

CUANDO EL PARAÍSO DURA LO QUE UN PARPADEO

Hay poemas que te susurran. Este te abraza hasta asfixiarte y luego te abandona en medio del desierto sin explicación ni consuelo. “Las Hespérides” es la puerta de entrada a Juguetes Líricos, y qué puerta: un jardín imposible donde todo respira felicidad hasta que de golpe todo muere. No hay transición, no hay piedad. Un instante estás en el paraíso; al siguiente, en la nada.

Turrado de la Fuente construye este poema como quien teje un tapiz con hilos de luz y luego lo quema delante de tus ojos. El cervatillo extraviado que tropieza con el jardín de las Hespérides es todos nosotros: criaturas perdidas que de vez en cuando —rarísimas veces— encontramos un momento de gracia absoluta donde el tiempo se detiene y todo es ámbar dorado y pétalos que anuncian almendras. Y entonces, justo cuando empezamos a creer que la felicidad puede durar, el jardín se convierte en desierto y las ninfas protectoras en cardos espinosos.

La métrica es silva arromanzada, esos versos de siete y once sílabas que se entrelazan como las lianas del jardín que describe, con rima asonante que aparece y desaparece como la brisa entre los álamos. No es forma caprichosa sino orgánica: el poema respira con el ritmo irregular de quien camina por un bosque encantado, a veces acelerando cuando el asombro crece, a veces ralentizando cuando la ternura inunda la escena.

Y qué imágenes construye este poeta. El viento que huele “sin abajo, arriba, sin rumbo, sin izquierda y sin derecho” es el viento del paraíso, un viento que existe fuera de las coordenadas del mundo caído. Huele “a la dulzura cruda de la nata”, ese oxímoron imposible que fusiona lo procesado con lo virgen, lo cultural con lo natural. Y huele “al pródromo dichoso de un ensueño”, es decir, al anuncio de algo que aún no ha llegado pero que ya te llena de felicidad. Estamos en el territorio de lo que todavía no es pero ya promete ser. Estamos en el instante anterior a la plenitud, que es quizá el instante más hermoso porque contiene toda la esperanza sin ninguna decepción.

Las metamorfosis botánicas imposibles —acebos en madroños, rosas en claveles, melocotoneros que dan manzanas, jarales convertidos en laureles— no son fantasías arbitrarias sino signos de que hemos salido del mundo de las leyes naturales. En el jardín de las Hespérides las especies se mezclan porque aquí rige otra ley: la ley del deseo cumplido, donde todo lo que imaginas se materializa. Es el jardín de la poesía misma, ese espacio donde las palabras pueden generar realidades que la física niega.

Y entonces aparecen las ninfas. Héspere bajo el álamo, Eriteide columpiándose en los olmos, Egle saliendo del sauce como un trance. Tres hermanas mitológicas que encarnan la belleza que enloquece, la belleza que no se debe mirar pero que no puedes dejar de mirar. Y su relación con el cervatillo es de una ternura devastadora: lo alimentan con albaricoque, lo besan con inocencia, lo arrullan sobre cantueso. Son madres, hermanas, musas. Son la protección absoluta.

La escena donde Héspere limpia sus manos manchadas de albaricoque llevándoselas al cuello, donde “las perlas afrutadas con los labios disputan el galón de caramelos”, es de un erotismo tan delicado que casi duele. No es erotismo sexual sino sensorial: el placer puro de las texturas, los sabores, las caricias. Es el erotismo de la infancia antes de que el deseo se vuelva problemático.

Y mientras esto ocurre, el tiempo se detiene. Literalmente. “El tiempo se ha parado” dice el verso, y toda la naturaleza lo confirma: las mariquitas trasladan su morada en cámara lenta, las garzas olvidan pescar, las carpas se asoman al poniente como si fuera la primera vez que ven un atardecer, una falena adolescente se posa en violas transparentes. Todo el ecosistema entra en trance contemplativo. El verbo “olvidar” aparece dos veces: las garzas olvidan, la marta olvida. En el paraíso no hay depredación porque no hay necesidad. El hambre desaparece. La violencia desaparece. Solo queda la contemplación dichosa.

El cervatillo se ovilla “en su feraz y nuevo hogar” mientras las tres ninfas lo rodean como madres primordiales. Y justo cuando el lector empieza a instalarse en esta plenitud, cuando empieza a creer que el poema va a quedarse en este jardín para siempre, llega el hachazo final: “De pronto el tiempo vuelve como siempre, / el cervatillo díscolo se ha muerto, / las ninfas se convierten en cardales / y el mágico jardín es un desierto.”

Cuatro versos. Cuatro versos para destruir setenta versos de construcción minuciosa de la felicidad. No hay explicación. No hay causa. No hay justicia. El tiempo simplemente “vuelve como siempre” y con él vuelve la muerte. El adverbio “de pronto” es brutal en su indiferencia: la catástrofe no se anuncia, no da aviso, simplemente ocurre. Y el gerundio “como siempre” sugiere que esto es lo normal, que el jardín era la excepción y el desierto la regla.

El cervatillo muere sin agonía, sin lucha. Simplemente “se ha muerto”, pretérito perfecto que constata un hecho consumado. Y las ninfas protectoras se convierten en cardales, en plantas espinosas que hieren en lugar de acariciar. Y el jardín —ese jardín que olía a dulzura cruda y a ensueño dichoso— se revela como espejismo, como cruel broma del destino.

Este final es lo que convierte el poema en tragedia. Si Turrado hubiera terminado el poema antes, tendríamos un idilio pastoral más, bonito pero olvidable. Pero el golpe final transforma toda la lectura. Ahora entendemos que el jardín era hermoso precisamente porque iba a desaparecer, que la ternura de las ninfas era devastadora precisamente porque era efímera, que la felicidad del cervatillo era pura precisamente porque duraba lo que dura un parpadeo.

El poema funciona como metáfora de la experiencia estética misma. Cuando leemos un poema hermoso entramos a un jardín donde el tiempo se detiene, donde las leyes ordinarias se suspenden, donde somos alimentados con albaricoque por musas invisibles. Pero luego cerramos el libro y el tiempo vuelve como siempre y el jardín se convierte en desierto. La poesía no salva. No redime. No ofrece consuelo duradero. Solo ofrece instantes de gracia que hacen más doloroso el retorno a lo real.

Y sin embargo cantamos. Y sin embargo escribimos. Y sin embargo leemos. Porque esos instantes —fugaces, frágiles, condenados— son lo único que justifica haber nacido. El cervatillo murió pero murió feliz. Conoció el jardín. Fue besado por las ninfas. Comió albaricoque. Y eso, sugiere Turrado, es suficiente. O tiene que serlo. Porque es todo lo que tenemos.

Este es el poema que abre Juguetes Líricos y ya contiene todo el libro: la belleza amenazada, el amor imposible, el tiempo que destruye, la voz que canta sabiendo que el canto no salvará nada pero canta igual. Porque callar sería morir dos veces. Una en el desierto y otra en el olvido.