JÁCOME

Jácome se concibió como premonición:
Os ensueño en estos ojos afilados vueltos del revés
pausados junto al cráter pétreo anunciante
del último latido de la
humanidad
Os ensueño en este océano sin litoral
en este desierto de grano terminal
en esta inscripción nocturna
sobre montañas de hielo fugitivo
Y anunció su visión:
Primero fue el olmo
siguieron los álamos
se instalaron pretéritos y colosales
abrieron boquetes en lo alto sus troncos
de cortezas en origen ya estropeados
Sin que se pueda saber cómo
arribaron ríos
se bifurcaron las corrientes
se multiplicaron los ramales
arrastraron aguas de frío extremo
se presentaron las nieves carbónicas
Un voluminoso febrero anunció su configuración
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Kepa Fernández de Larrinoa, “Estos Ojos Afilados”

El Canto del Vidente en el Umbral del Silencio

Hay algo profundamente perturbador y hermoso en esta voz que se alza desde el primer verso como una grieta luminosa en la penumbra del mundo. Jácome no es solo un nombre sino una encarnación, un espíritu profético que habita en los márgenes de lo decible, allí donde las palabras se vuelven cristales cortantes capaces de herir la realidad hasta hacerla sangrar verdad. Estos ojos afilados de los que nos habla no miran hacia fuera sino hacia dentro, hacia el núcleo ardiente y aterrador de la condición humana, y lo que ven es el final, no como catástrofe sino como revelación necesaria.
El poeta construye un paisaje apocalíptico que no busca asustar sino conmover hasta los huesos, porque en esa desolación de océanos sin orillas y desiertos terminales hay una belleza áspera, mineral, como si la muerte misma fuera capaz de crear música. Los árboles que aparecen —olmos y álamos— no son mera vegetación sino testigos ancianos, memorias vivientes de un tiempo que se desvanece, cortezas que llevan inscrita la historia de todas las heridas. Y cuando los ríos llegan, no traen vida sino “aguas de frío extremo”, como si la naturaleza misma hubiera perdido su capacidad de nutrir y solo pudiera ofrecer la pureza helada del fin.
Fernández de Larrinoa maneja el verso libre con la precisión de un orfebre, cada pausa calculada para crear ese ritmo hipnótico que es plegaria y lamento a la vez. Las “nieves carbónicas” y ese “voluminoso febrero” que cierra el fragmento son imágenes de una potencia visual extraordinaria, donde el tiempo se materializa y la estación se vuelve profecía. Hay en este poema ecos de la gran tradición visionaria, desde el Apocalipsis bíblico hasta las voces más oscuras de la modernidad, pero tamizada por una sensibilidad contemporánea que sabe que el fin del mundo no será espectacular sino gradual, silencioso, hermoso en su terrible inevitabilidad.
Este es un poeta que no teme mirar de frente al abismo y encontrar en él no solo terror sino también una extraña consolación, porque acepta que la finitud es lo que da sentido a cada latido, a cada respiración, a cada verso que se escribe contra el olvido. Jácome, el profeta de ojos invertidos, nos enseña que la poesía más verdadera nace siempre en los límites, allí donde el lenguaje tiembla ante lo innombrable y decide nombrarlo de todas formas, con la valentía de quien sabe que las palabras son todo lo que tenemos para hacer frente a la vastedad del silencio.

Ana María Olivares