HIMNO A ROMA de Carlos Blanco de Himnos a Urlil

HIMNO A ROMA
(fragmento)

Pero tu hermosura es eterna,
Roma,
porque eterno ante el cosmos
es el afán humano
de crear e irradiar
la luz del arte
y el fulgor de la belleza.

Derrítanse los imperios
como nieve fundida
en la mañana.

Séquense los océanos
al calor del tiempo
que no da tregua.

Mas el ideal que representas
permanezca por siempre
en la entraña de algún dios
que aún no conocemos.

Como castillos de naipes
se derrumban reinos.

Como tenues suspiros
se esfuman la gloria
y la grandeza
de tantos que dominaron
la voluntad de los hombres.

El recuerdo de muchos
que rigieron la historia
es hoy vago,
cercano a la nada;
leve es su sombra
ante el presente
que todo lo absorbe
sin clemencia.

Lo que brilló
yace sepultado.

Como hilo invisible
se descorre el destino
que a todos atrapa.

El tiempo engulle
lo que el hombre erige
con pasión y entrega;
pero no a ti,
Roma,
porque el símbolo perdura
en las fuentes de la vida,
eternas y luminosas
como el firmamento,
que no se conmueve
ante las turbulencias
de mundos finitos.

¿Qué son el poder
y la gloria
ante el tiempo?

Nada.

Un clamor triste que se apaga,
un conjunto melancólico
de egregias ruinas
devoradas sin piedad,
signos que ocultan
ambiciones fugadas en lo oscuro,
almas disecadas
en piedras despojadas de existencia.

Esas bellas formas
que admiraron los hombres
son hoy sueños vanos
que nutrieron
ansias desconsoladas
y corazones insaciables,
sedientos de lo desconocido;
testigos mudos de la historia humana.

Pero la belleza
es una luz que permanece.

Ni la lluvia
extingue su llama.

Su sustancia es eterna,
y no puede desvanecerse
en la desnuda inmensidad
del vacío puro.

Así es lo bello,
que mueve el corazón
y le da alas,
alas que ascienden
al paraíso,
emblema de amor y vida
en auroras de esperanza.

Carlos Blanco
Himnos a Urlil, Ediciones Rilke, 2025

LA SUSTANCIA INEXTINGUIBLE: CUANDO LA PIEDRA SE HACE LUZ

Hay poemas que se leen con los ojos y hay poemas que se respiran, que entran por la piel como una certeza antigua, como el recuerdo de algo que siempre supimos pero nunca habíamos pronunciado. Este himno a Roma de Carlos Blanco pertenece a la segunda estirpe, a esos versos que no argumentan sino que constatan, que no persuaden sino que revelan. Y lo que revelan es terrible y hermoso a la vez: que somos polvo arrastrado por el viento del tiempo, pero que ese polvo puede brillar con una luz que el tiempo mismo no logra apagar. Blanco escribe desde una convicción metafísica radical, casi anacrónica en su fervor, que dice con palabras lo que las ruinas del Coliseo murmuran al atardecer cuando nadie las escucha. Dice que el tiempo es un devorador implacable, que todo lo que amamos está condenado desde el instante en que empieza a existir, que los imperios se derriten como nieve al sol de la mañana y los océanos se secarán algún día cuando el calor del universo los haya chupado hasta la última gota. Dice lo que todos sabemos pero fingimos no saber: que moriremos, que nuestras civilizaciones caerán, que lo que hoy brilla mañana yacerá sepultado bajo capas de olvido. Es un poeta que no miente, que no endulza, que mira de frente al abismo. Pero entonces, justo cuando la melancolía parece invencible, cuando el verso se ha llenado de ceniza y de sombra, Blanco da un giro que es pura iluminación mística: “Pero la belleza es una luz que permanece”. Esa adversativa, ese “pero” que irrumpe como un relámpago en la noche, cambia todo el sentido del poema. No es consuelo barato ni optimismo ingenuo. Es afirmación ontológica: la belleza no es accidente decorativo sino sustancia eterna, algo que trasciende la materialidad de la piedra donde se encarna. Roma no perdura porque sus columnas sean indestructibles —se desmoronan lentamente, todos lo vemos— sino porque el símbolo perdura, porque el ideal que representa se ha grabado en alguna región del ser que el tiempo no alcanza a tocar. Blanco practica aquí una metafísica del arte que bebe directamente de Platón: las formas materiales perecen pero la Idea permanece, y esa Idea no es abstracción fría sino luz viviente, fuego que enciende corazones siglos después de que las manos que tallaron la piedra se hayan convertido en polvo. Hay en este himno una dialéctica implícita entre lo temporal y lo eterno, entre la finitud y la trascendencia, que Blanco no resuelve mediante síntesis hegeliana sino mediante salto místico. No argumenta que la belleza es eterna: lo proclama con la autoridad de quien ha visto, de quien ha tenido una visión directa de esa permanencia. Su lenguaje es el del profeta, no el del filósofo analítico. Repite, insiste, martillea con anáforas obsesivas (“Derrítanse… Séquense… Como castillos de naipes… Como tenues suspiros”) que crean ritmo de letanía, de oración desesperada que busca convencerse a sí misma tanto como convencer al lector. Y funciona. Funciona porque Blanco escribe desde una sinceridad desarmante, sin distancia irónica, sin guiño posmoderno que lo proteja. Cree lo que dice. Cree que el arte salva, que la belleza redime, que hay algo en nosotros capaz de vencer a la muerte mediante la creación. Y esa fe, en tiempos de escepticismo generalizado, resulta conmovedora incluso cuando no la compartamos plenamente. La imagen más potente del poema es quizá la del tiempo como devorador: “El tiempo engulle lo que el hombre erige con pasión y entrega”. Ese verbo brutal, “engulle”, con su sonoridad casi onomatopéyica, materializa al tiempo como bestia hambrienta, tragona insaciable que mastica imperios y escupe ruinas. Blanco no poetiza suavemente el paso del tiempo: lo presenta como violencia cósmica, como fuerza destructora que no se apiada de nada. Pero inmediatamente, como contrapeso a esa desesperación, levanta la figura de Roma como excepción, como lugar donde el símbolo ha logrado arraigar tan hondo que ni siquiera el tiempo puede extirparlo. Roma se convierte así en metáfora de todo arte auténtico: aquello que trasciende su propia materialidad para tocar algo eterno. Los versos finales, con su descripción de la belleza como “alas que ascienden al paraíso”, recuperan la dimensión ascensional, mística, casi religiosa que Blanco otorga al arte. La belleza no es ornamento sino vehículo de elevación espiritual, manera de salir de la prisión de lo finito para intuir, aunque sea por un instante fugaz, lo infinito. Es poesía que no se conforma con describir el mundo sino que aspira a transformar al lector, a elevarlo, a hacerlo partícipe de una experiencia contemplativa que lo saque de lo cotidiano y lo lance hacia regiones donde el tiempo pierde su poder tiránico. Blanco escribe para conmovernos, sí, pero también para salvarnos. Para recordarnos que mientras haya quien sea capaz de emocionarse ante un atardecer en Roma, mientras exista un alma capaz de llorar ante la belleza, la luz de Urlil —esa luz primordial que es principio y fin de todo— seguirá brillando. Y esa luz, esa sustancia inextinguible que ni la lluvia apaga, es lo único que justifica que sigamos aquí, creando, amando, resistiendo al olvido con la única arma que tenemos: la belleza que dejamos atrás cuando nos vamos.

Ana María Olivares