Es piel de abedul,
velo de terciopelo,
silencio en pie.

Pedro Carbajal García, Hogar de Ninfas

La Caricia del Instante

Hay poemas que susurran y hay poemas que abrazan. Este haiku de Pedro Carbajal García pertenece a esa estirpe rara de versos que nos tocan antes de que los entendamos, que despiertan la piel de nuestras manos antes de que despierten los pensamientos. En apenas diecisiete sílabas, el poeta ha logrado algo extraordinario: convertir un árbol en una experiencia táctil que trasciende lo físico para rozar lo sagrado.

La piel del abedul no es aquí simple corteza sino membrana viva que conecta mundos. Cuando el verso la nombra, nuestros dedos ya la están imaginando, esa textura que es suave y áspera a la vez, blanca como la nieve recién caída pero marcada por las cicatrices oscuras que el tiempo dibuja en su superficie. Es piel porque vive, porque respira, porque guarda secretos en sus poros y memorias en sus grietas.

El velo de terciopelo que sigue nos envuelve en una sinestesia deliciosa donde lo táctil se vuelve visual y lo visual se vuelve caricia. El terciopelo es tela de reyes pero también es la textura de los pétalos al amanecer, es lujo y naturaleza fundidos en una sola sensación. Ese velo que cubre sin ocultar, que protege sin aislar, que nos invita a mirar más profundo, a tocar con los ojos y a ver con las manos.

Pero es en el tercer verso donde el milagro se completa: “silencio en pie”. Qué extraordinaria personificación la que nos regala Carbajal García. El silencio, ese gran ausente de nuestros días ruidosos, aquí cobra cuerpo y se yergue como un guardián invisible del bosque. No es la ausencia de sonido sino la presencia de paz, no es vacío sino plenitud que se sostiene sobre sus propias raíces, firme y sereno como el mismo abedul que lo alberga.

Este haiku funciona como una puerta de entrada al mundo contemplativo que el autor construye a lo largo de todo “Hogar de Ninfas”. Nos enseña desde el primer verso que mirar puede ser una forma de tocar, que escuchar puede ser una manera de acariciar, que la poesía auténtica no describe el mundo sino que nos lo entrega tibio y palpitante entre las manos.

En este verso inaugural, Pedro Carbajal García nos está diciendo algo fundamental sobre su manera de habitar el mundo: que para él la naturaleza no es paisaje sino presencia, no decorado sino interlocutor. El abedul de este haiku no es objeto contemplado sino sujeto contemplante, testigo silencioso que nos devuelve la mirada con la sabiduría paciente de quien ha aprendido el arte supremo de estar presente sin necesidad de palabras.

El poema respira con ese ritmo pausado que caracteriza a los grandes haikus, donde cada sílaba es una nota en una melodía que se extiende más allá del verso, resonando en los espacios blancos, en los silencios que separan una palabra de otra. Y cuando terminamos de leerlo, cuando la última sílaba se desvanece en el aire, nos damos cuenta de que algo ha cambiado en nosotros. Que hemos aprendido una nueva forma de tocar el mundo: con la delicadeza de quien sabe que la belleza es frágil, con la atención de quien comprende que cada instante es irrepetible, con la gratitud de quien reconoce en un simple abedul la presencia de lo sagrado cotidiano.

Este es el regalo que nos hace Pedro Carbajal García desde el primer haiku de su colección: la invitación a redescubrir que nuestras manos están hechas para acariciar la corteza del mundo, que nuestros ojos pueden convertirse en dedos que tocan la luz, que nuestro corazón puede aprender el lenguaje secreto del silencio en pie.