A LA TUMBA DE KEATS
Beauty is truth, truth beauty, that is all
Ye know on earth, and all ye need to know.
Humilde, en esta Italia que buscaste,
buen Juan, entre lustrales matorrales,
erijo en tanto puedo a ti una acrópolis
con tus personas, dioses y paisajes;
te frisan el jardín de Wentworth Place
y monjas con aliento placentero,
las urnas griegas con melancolías
en su interior a modo de trofeo,
el ruiseñor, el sueño, y el otoño,
y la estrella profunda de la noche,
nocturna Roma de calles vacías,
junto a una escalinata y sus rumores.
Le pongo tilde al ático, estás solo,
la escrófula te esponja cada verso,
fugaz has sido, pobre niño mío,
versado en el amor rocambolesco,
definitiva efigie derrotada,
jamás tan límpida fue una pupila,
si sólo pienso en ti, en tu alma enjaulada,
la mía abajo en rijo y corrompida.
¿Cómo puede olvidarse la marea
de tan cuerdo el infante más logrado?,
maldigo la perfidia de Inglaterra,
no sólo el derrotero de mis pagos,
maldigo estas añadas sin entrañas,
sin gusto, sin justicia ni sapiencia,
vulgacho inverecundo y carnicero
que caga sobre plato y sobre herencia.
John Keats de Finsbury reposa aquí,
así lo quiera Dios, que lo haga en paz,
paz que no tengo yo, que moriré
no en Roma, sí en la Nada de verdad.
José Carlos Turrado de la Fuente, Elegías
Belleza, verdad y exilio: la elegía como espejo
Este poema, un diálogo con la tumba de John Keats, es un canto al destierro de la belleza y la fragilidad de la existencia. El poeta se arrodilla ante el mármol romano y, en ese gesto, se funden dos soledades: la del joven Keats, exiliado por la enfermedad y la incomprensión, y la del propio autor, peregrino de la memoria, que busca en la ceniza del pasado un asidero para la esperanza.
La voz se desliza entre imágenes de jardines y urnas, de monjas y paisajes, de sueños y ruiseñores. Hay en cada verso un temblor de admiración y de pérdida, como si el poeta quisiera abrazar a Keats y, al mismo tiempo, despedirse de él para siempre. La belleza —esa “verdad” que Keats proclamó en su epitafio— se convierte aquí en una pregunta dolorosa, en una nostalgia de lo que nunca podrá ser rescatado del todo.
El poema avanza como una procesión de símbolos: la acrópolis levantada en honor al poeta inglés, la escalinata romana, la estrella profunda de la noche. Todo es rito y ofrenda, pero también confesión de impotencia. El yo poético reconoce su propia corrupción, su incapacidad para alcanzar la pureza de Keats, y maldice la “perfidia de Inglaterra”, la injusticia de los tiempos, la vulgaridad de los herederos.
El cierre es un susurro de resignación y humildad: Keats reposa en Roma, pero el poeta que le canta sabe que su destino es la Nada, el olvido, el no-lugar. La elegía se convierte así en un espejo donde el lector se ve reflejado: todos somos, de algún modo, exiliados de la belleza, buscadores de una verdad que apenas intuimos y que, sin embargo, nos salva por un instante del vacío.
En este poema, la palabra es ceniza y llama, y la emoción —contenida pero intensa— nos invita a recordar que la poesía, como la vida, es siempre un acto de despedida y de amor.