TIEMPOS VACÍOS
De golpe se alza,
con rumores de alondra,
el telón rosa del alba.
Me abraza la calma en esta hora corta,
esquiva el día mi mirada.
Se evaporan mis sueños torcidos
desnudas siluetas se alargan,
en mi cama triste sin dueño
se unen los males del alma.
No cierres los ojos,
que el tiempo, una sábana fina,
de arriba abajo se rasga
y el espejo alberga a una extraña.
Regresan helados recuerdos
que golpean mi casa cerrada,
cuando, apenas despierta,
se pierde la calma.
Abandonas a tus amigos,
te cierras al mundo,
escondido en tu concha repasas errores,
tu camino se acorta,
a oscuras decides que ya nada importa.
Al hablar con desconocidos estas lejos,
pensando que todo se ha dicho,
que el tiempo se marcha, te roba el aliento,
es una pelusa en un soplo aciago,
maltratada por el viento.
Pierdo el consuelo en mi duelo extraviada,
de aquella figura que ya toca el cielo,
más nunca mis dedos alcanzan.
Cecilia Guiter, de Un firmamento de peces
CUANDO LA AUSENCIA AMANECE
Hay amaneceres que son golpes, despertares que llegan sin piedad como telones que se alzan violentamente revelando el escenario vacío donde tendremos que actuar otro día más sin saber el guion ni reconocer al personaje que se supone somos. Cecilia Guiter conoce esos amaneceres, los ha habitado, y en “Tiempos vacíos” los convierte en cartografía del duelo, en mapa preciso de cómo se vive cuando alguien que era parte de la arquitectura interna del yo se ha marchado dejando columnas quebradas que sostienen apenas el peso del día que comienza.
El poema se abre con violencia suave, oxímoron perfecto: “de golpe se alza, / con rumores de alondra, / el telón rosa del alba.” El amanecer debería ser promesa pero aquí es desenmascaramiento, momento en que cae la protección del sueño y queda el cuerpo desnudo ante la ausencia. Ese telón rosa tiene delicadeza cromática que contrasta con la brutalidad del “de golpe”, como si la belleza del mundo siguiera existiendo imperturbable mientras uno se desmorona por dentro. Las alondras, pájaros del canto alegre, solo susurran, apenas rumores, como si también supieran que este no es día para celebración sino para sobrevivencia.
Y entonces viene la hora corta, ese instante brevísimo entre el despertar y la plena conciencia donde todavía es posible creer que todo está bien, donde el cuerpo no ha recordado aún lo que le falta. La calma abraza pero es calma fugaz, espejismo de paz antes de que el día esquive la mirada, se esconda, se niegue a ser mirado de frente porque mirarlo de frente sería reconocer su vacío insoportable. Los sueños torcidos que se evaporan son esos donde quizá la persona perdida todavía vivía, esos sueños donde el duelo no había ocurrido y despertar significa perderla otra vez, cada mañana, en repetición infinita de la pérdida original.
Las siluetas que se alargan desnudas son espectros, fantasmas del yo que fue y ya no puede ser, sombras de lo que se fue con quien se fue. Y la cama sin dueño es perfecta imagen de desamparo: la cama que era territorio compartido o al menos habitado con sentido ahora es solo mueble, superficie donde los males del alma se reúnen como en asamblea macabra para decidir cómo torturar mejor este día que apenas comienza.
Luego viene la advertencia que es también súplica: “No cierres los ojos”, como si cerrarlos fuera rendirse definitivamente, dejar que el duelo gane. Y la imagen que sigue es de una precisión devastadora: el tiempo como sábana fina que de arriba abajo se rasga. No es desgarradura lateral ni pequeña, es rasgadura vertical completa, destrucción total del tejido temporal. El tiempo ya no sostiene, ya no arropa, es tela rota que no sirve para nada. Y el espejo que alberga a una extraña es reconocimiento de que el duelo cambia la identidad: quien miras en el vidrio no es quien eras antes de la pérdida porque la pérdida te ha reescrito celularmente.
Los recuerdos regresan helados, no tibios ni reconfortantes sino congelados, endurecidos en formas que duelen al tocarlas. Golpean la casa cerrada, que es tanto la casa física donde uno se encierra como la casa del cuerpo, del yo amurallado que intenta protegerse del dolor cerrando puertas pero el dolor conoce todas las entradas, tiene llaves maestras, sabe romper cerraduras. Y cuando apenas despiertas se pierde la calma porque esa hora corta inicial ya terminó y ahora viene el día completo con su peso de ausencia.
El poema entonces se vuelve más oscuro aún, describe el aislamiento que el duelo impone: abandonar amigos, cerrarse al mundo, meterse en la concha como animal asustado. Repasar errores es tortura que los dolientes conocen bien, ese tribunal interno que juzga cada palabra no dicha, cada momento no aprovechado con quien ya no está. El camino que se acorta es tanto la vida que se siente reducida como las opciones que el dolor cierra: ya no puedes ir por todos los senderos que antes caminabas porque algunos estaban hechos para dos y ahora eres solo uno. Y a oscuras decidir que ya nada importa es tentación del duelo más profundo, ese momento peligroso donde el sinsentido amenaza con instalarse permanentemente.
Y la distancia con el mundo se hace evidente: al hablar con desconocidos estás lejos, tu cuerpo quizá esté presente pero tu conciencia anda en otro sitio, en ese territorio del duelo donde solo los dolientes pueden entrar y desde donde el mundo ordinario de la gente ordinaria se ve incomprensible. Pensar que todo se ha dicho es también pensar que nada nuevo puede ocurrir, que la vida ya dio todo lo que tenía para dar y lo que queda es solo repetición mecánica hasta el fin. Y la imagen del tiempo como pelusa en soplo aciago maltratada por viento es de una ligereza terrible: el tiempo ya no tiene sustancia, es apenas resto insignificante que cualquier soplo dispersa.
El poema cierra con confesión desnuda: “Pierdo el consuelo en mi duelo extraviada, / de aquella figura que ya toca el cielo, / más nunca mis dedos alcanzan.” Perderse en el propio duelo es extraviarse en laberinto sin salida, andar en círculos de dolor que siempre regresan al mismo punto de partida que es la ausencia. La figura que toca el cielo está elevada, quizá sublimada por la muerte o quizá literal en creencia religiosa, pero da igual porque el resultado es el mismo: los dedos no alcanzan. Nunca alcanzarán. Ese “nunca” es definitivo, sin apelación, sin consuelo posible. Es el nunca más del duelo, el reconocimiento de que hay distancias que no se pueden cerrar, abismos que no se pueden saltar, ausencias que no se llenan con nada.
Este es poema que duele leerlo porque está escrito desde verdad del dolor, no desde simulacro ni desde memoria lejana del dolor sino desde su centro ardiente. Guiter no embellece el duelo ni lo hace poético en sentido ornamental. Lo muestra tal cual es: feo, desordenador, destructor de rutinas y certezas, vaciador de sentido. Los tiempos vacíos del título son también tiempos vaciados, despojados de lo que les daba contenido. Y sin embargo el poema existe, ha sido escrito, y escribirlo es ya forma de resistencia, manera de decir que aunque los dedos no alcancen la figura perdida, las palabras sí pueden alcanzar el dolor y nombrarlo y al nombrarlo hacerlo al menos compartible con quien lo lea y reconozca en estos versos sus propias madrugadas de duelo, sus propios espejos con extrañas, sus propias figuras que tocan cielos inalcanzables.
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