espejo

creo que lo supe siempre
es el charco y no el espejo
el que me devuelve fielmente lo que soy
el charco con su peciolo que araña la mejilla
con su hoja caduca que cubre quizá un ojo
una oreja
la mitad de la frente
el charco con su alicatado de polvo y barro
que opaca los colores
sé que los pequeños cristales que se distingan con nitidez en el reflejo
tal vez la boca limpia el cuello férreo
partículas de aire una esquina del cielo
bastarán para sanarme

Alberto Martín Méndez
La verdadera dimensión del cielo

El espejo roto de la verdad

Hay en este poema una sabiduría antigua, la que susurra desde los rincones húmedos del alma donde habita la honestidad más cruda. Alberto Martín Méndez nos regala aquí una epifanía íntima, esa revelación que llega como un soplo tibio en la madrugada del reconocimiento: el charco, ese espejo imperfecto de la realidad, nos devuelve una imagen más fiel que cualquier cristal pulido.

Qué hermosa esta inversión de lo esperado, esta vuelta de tuerca que nos dice que la verdad no reside en la perfección del espejo, sino en la imperfección del charco que refleja el cielo pero también acumula el polvo del camino. El peciolo que araña, la hoja caduca que cubre parcialmente el rostro… son las imperfecciones de la vida, las cicatrices y los velos que no ocultan sino que revelan nuestra humanidad más auténtica.

El poeta construye con palabras la textura de lo real: ese “alicatado de polvo y barro” que opaca los colores pero que, paradójicamente, nos acerca a nosotros mismos. No necesitamos la claridad implacable del espejo de azogue; necesitamos esa imagen tamizada, parcial, fragmentada, porque así somos: seres de luz y sombra, de claridad y confusión, de certezas pequeñas como cristales.

Y al final, esa esperanza dulce y contenida: basta con distinguir algunos cristales nítidos en el reflejo turbio, tal vez la boca limpia, partículas de aire, una esquina del cielo… fragmentos de luz que bastan para sanarnos. Porque la sanación no viene de vernos completos y perfectos, sino de aceptar nuestra fragmentación, nuestra belleza herida, nuestra verdad a medias. El charco nos enseña que somos perfectos en nuestra imperfección, que nuestra belleza reside precisamente en esas hojas caducas que nos cubren parcialmente el rostro y en ese polvo que opaca nuestros colores pero nos hace humanos, terriblemente humanos, y por eso mismo, hermosos.