Miradme y espantaos

Miradme y espantaos,
dice Job, cubierto de heridas.
Miradme, y veréis a Gaza,
miradme, y veréis a Palestina entera,
llagas abiertas en la historia de los hombres.
El espanto no está solo en mi carne,
está en los cuerpos esparcidos,
en las casas rotas,
en los gritos que no cesan.
Miradme y espantaos,
porque lo que hoy veis en mí
puede ser mañana vuestra herida.
El diablo no descansa,
y busca siempre nuevas víctimas,
nuevos pueblos que reducir a la miseria.
Miradme y espantaos,
no para huir,
sino para comprender.
Que mi carne desgarrada
sea espejo de vuestra conciencia,
que mi llaga sea advertencia,
que mi dolor os despierte.

Juan Argelina, “Job en Gaza”

La herida como espejo

Hay poemas que no piden permiso para entrar en ti. Este es uno de ellos. Arranca con imperativo bíblico, con orden profética que no admite evasión: “Miradme y espantaos”. No dice “observadme con distancia académica” ni “contempladme con lástima piadosa”. Dice “espantaos”, palabra arcaica que recupera visceral horror ante lo intolerable, ese estremecimiento físico que sacude cuando lo visto excede capacidad de procesamiento emocional. Y Job —ese Job que es Gaza, que es Palestina entera, que es todo pueblo convertido en prueba arbitraria de poderes que se creen divinos— se exhibe cubierto de heridas, pero no para mendigar compasión sino para acusar, para obligarnos a mirar lo que preferíamos ignorar mientras desayunábamos tranquilos en nuestras casas sin escombros.

El verso “Miradme, y veréis a Gaza” funciona como bisagra entre mito y testimonio, entre alegoría bíblica y denuncia política. No es metáfora ornamental, es identidad proclamada: Job ya no es personaje religioso antiguo, es cuerpo contemporáneo despedazado por bombardeos reales, carne concreta desgarrada por violencia sistemática. Y cuando dice “veréis a Palestina entera, / llagas abiertas en la historia de los hombres”, el poema se expande desde caso particular hacia categoría universal: toda herida infligida al inocente es llaga abierta en historia completa de humanidad, cicatriz compartida que nos marca aunque finjamos no verla.

Argelina construye geografía del espanto mediante enumeración precisa: “cuerpos esparcidos”, “casas rotas”, “gritos que no cesan”. No hay adjetivación excesiva, no hay sentimentalismo fácil. La descripción es casi forense, pero justamente esa contención formal potencia horror: cuando dices “cuerpos esparcidos” sin añadir “inocentes” o “destrozados”, la mente completa automáticamente imagen que palabras sugieren sin explicitar. Es técnica antigua, la del poeta que sabe que menos es más cuando realidad ya es insoportable por sí misma.

Y entonces llega advertencia que convierte poema en profecía incómoda: “porque lo que hoy veis en mí / puede ser mañana vuestra herida”. Aquí radica fuerza política del texto: no es lamento que pide solidaridad caritativa desde distancia segura, es advertencia que nos implica, que nos dice que violencia nunca queda contenida, que horror ajeno puede convertirse en horror propio si dejamos que normalice, que crezca, que prospere. El diablo del poema no es figura teológica ingenua: es nombre poético para esa voluntad destructiva que “busca siempre nuevas víctimas, / nuevos pueblos que reducir a la miseria”. Es lógica de violencia estructural que no se sacia con una víctima sino que necesita perpetuamente nuevos objetos donde ejercerse.

Pero lo más hermoso —si puede usarse esa palabra ante texto que habla de devastación— es giro final: “Miradme y espantaos, / no para huir, / sino para comprender”. Porque el espanto no debe paralizarnos ni empujarnos hacia evasión cómoda, debe despertarnos. La carne desgarrada de Job-Gaza funciona como “espejo de vuestra conciencia”, como superficie reflectante donde vemos no solo horror ajeno sino nuestra propia complicidad en permitirlo, nuestro silencio cómplice, nuestra indiferencia calculada. La llaga es “advertencia”, el dolor es campana que debe despertarnos de sueño moral en que nos refugiamos.

El poema respira con ritmo irregular que reproduce jadeo de quien habla desde aflicción. Los versos cortos (“Miradme y espantaos”) alternan con versos largos (“porque lo que hoy veis en mí / puede ser mañana vuestra herida”) creando arritmia expresiva coherente con contenido: esto no es canto armonioso, es testimonio entrecortado de quien sobrevive apenas. Y sin embargo mantiene arquitectura firme: apertura-desarrollo-cierre funcionan impecablemente, estructura triádica clásica sostiene discurso sin volverlo académico.

Hay algo profundamente honesto en forma como Argelina maneja registro bíblico sin caer en pastiche imitativo. Cuando dice “El diablo no descansa”, no está haciendo teología ingenua sino empleando lenguaje mítico para nombrar realidad política compleja: esa maquinaria de destrucción que funciona con lógica propia, casi autónoma, perpetuándose generación tras generación. El diablo es nombre poético más efectivo que “aparato militar-industrial” o “lógica colonial”: concentra en imagen reconocible aquello que análisis sociológico dispersaría en párrafos explicativos.

Este poema cumple función que mejor cumple poesía cuando se atreve a ser pública: no adornar mundo sino sacudirlo, no consolar sino interpelar, no permitir que sigamos viviendo como si nada mientras otros mueren como si todo. Y lo hace sin renunciar a densidad formal, sin simplificar expresión hasta volverla panfleto. Hay dignidad estética aquí que no contradice urgencia ética sino que la potencia: el poema duele porque está bien construido, porque forma y contenido se funden en unidad indivisible.

Cuando cerramos lectura, cuando apartamos mirada del texto, descubrimos que ya no podemos mirar igual. Algo cambió. Quizá mínimamente, quizá temporalmente, pero algo se movió. Y esa es victoria del poema: no resolver problema, no ofrecer solución, simplemente impedir que continuemos cómodos en ignorancia. “Que mi dolor os despierte”, dice Job-Gaza al final. Y si poesía puede despertar aunque sea una conciencia, aunque sea temporalmente, ya cumplió su tarea. Porque mundo no cambia por decretos políticos únicamente: cambia también cuando suficientes personas ya no pueden seguir mirando hacia otro lado, cuando espanto compartido se convierte en acción colectiva.

Este es poema necesario. Y poemas necesarios siempre merecen ser leídos, memorizados, transmitidos. Porque mientras alguien recuerde, mientras alguien recite, mientras alguien se espante ante herida ajena convertida en espejo propio, luz seguirá respirando en sombras.