Manzana dorada
Y al convite del nacimiento, del amado de Patroclo,
cuyo cuerpo fue moldeado por los dioses,
y su valor lo proclamó leyenda,
se desdijo Eris, la única no invitada.
Tetis con su solemnidad,
procuró por todos los medios que, su querido hijo,
fuera uno más de su propia estirpe,
y Peleo siguió los pasos sabios,
que le condujeron el centauro Quirón.
Del jardín de las Hespérides,
Éride quiso sustraer la fruta dulce pomácea,
con áureo resplandor, que de hecho,
era el cítrico por excelencia,
tras su desdicha por la marginación.
Kallisti, kallisti…
Sólo la apolínea persona podrá saborear su jugo,
compuesto de sangre del Pélida,
y tras siglos de historia y mitos,
el citro sigue rondando por el ocaso,
plagando de luz cobriza a las hijas del atardecer,
llevando consigo lo mejor del día,
y mutando a la mañana siguiente.
—Guillem Rojo i Gallego, El Jardín de las Hespérides.
La savia del mito en la raíz del deseo
Este poema es un río donde confluyen la ira de los dioses y la sed humana. Rojo i Gallego no solo evoca el mito de la manzana de la discordia, sino que la transforma en un cítrico ardiente, jugoso de contradicciones. La Kallisti —aquella inscripción que desató guerras— aquí ya no es objeto de vanidad, sino símbolo de un deseo que trasciende el tiempo. La sangre de Aquiles se mezcla con el zumo áureo, creando un brebaje donde lo eterno y lo efímero se funden.
El poeta baila entre versos como si tejiera una coreografía de sombras helénicas: Eris, la diosa olvidada, resurge en cada sílaba con la fuerza de quien reclama su lugar en el banquete de la existencia. La fruta prohibida ya no es pecado, sino un acto de resistencia contra el olvido. ¿Acaso no es el amor, como este cítrico, una sustancia que quema al morderla pero ilumina el ocaso?
En cada estrofa hay un pulso entre la carne y el mito. La luz cobriza que tiñe a las Hespérides no es solo el crepúsculo, sino el resplandor de los cuerpos que aman, luchan y se desintegran. Rojo i Gallego nos recuerda que todo jardín tiene su serpiente, y todo deseo, su costado de sombra. La manzana dorada no es un final, sino un principio: ese instante en que la savia del mito empapa nuestra raíz más terrenal.
Celeste llama
Las Hespérides anuncian el final,
aunque la mañana no ha llegado a tocar el cielo,
y el manto cósmico envuelve mis pensamientos de supremacía infinita,
conjugados por un beso al alba de celeste llama,
encendiendo tesoros del alma viva,
oleada de hidrógeno en helio, núcleo sidéreo en mi vientre.
Cada musa recoge el primer y último cítrico,
época de raíces paralelas de visiones y posibilidades,
dando valor al fruto que, durante una temporada,
fue un germen áureo,
dando campanadas al aire de enero matizado,
con esencia de rayo soleado en invierno.
Desplegando baldosas de tierra roja en el ocaso del ayer,
para emprender el viaje del habla fundida al ánima,
siendo descubierto por un nuevo río carnívoro de deseo,
un impulso de aproximación de los cuerpos,
nacidos de la fascinación del gemido sexual,
una respuesta hecha de placer al nuevo tacto,
junto al esposo que se hace verdadero,
cuna de reconfortantes brazos donde morder y lamer,
siempre en libertad de ensueño, nuestra elevación simultánea
al emanamiento del jugo en el cielo de esos cítricos,
que las musas pensaron un día para mí, para ti y para todos
ofreciendo suspiro de confianza, de espuma dulce y dedos entrelazados.
Guillem Rojo i Gallego, “El Jardín de las Hespérides”
La danza cósmica del deseo
Me pierdo entre los versos de “Celeste llama” como quien se deja envolver por un manto de estrellas en una noche de verano. Guillem Rojo nos regala aquí una culminación, un broche que cierra y a la vez abre todas las puertas del jardín mítico que ha creado. Las Hespérides, esas ninfas del ocaso, no anuncian solo un final sino un nuevo comienzo —como todo atardecer promete un amanecer. El poema respira a través de contrastes delicados: lo cósmico y lo íntimo, lo mitológico y lo carnal, el pasado y el futuro que se encuentran en un presente brillante como una fruta recién cortada.
Siento cómo el poeta transmuta la astrofísica en metáfora del deseo: esa “oleada de hidrógeno en helio” que también es la transformación alquímica del encuentro amoroso. El cuerpo, ese jardín de sensaciones, se convierte en un universo entero donde los frutos dorados —los cítricos que las musas recogen— son tanto los momentos de placer como la memoria y promesa de estos.
La tierra roja (Eritía) se despliega como baldosas de un camino que conduce irremediablemente hacia el otro, hacia ese “río carnívoro de deseo” que devora distancias y soledades. Qué hermoso ese momento en que el tacto se transforma en “respuesta hecha de placer”, como si el cuerpo tuviera su propio lenguaje de piel y suspiros, más elocuente que cualquier palabra.
El final del poema se eleva —como los amantes en su unión— hacia una dimensión universal: lo que parecía íntimo se expande, y comprendemos que este jardín secreto está abierto para todos, que esos frutos dorados del deseo y la conexión están al alcance de cualquiera que se atreva a morder la manzana del conocimiento sensorial.
Rojo i Gallego consigue en estos versos algo extraordinario: hacer que lo mitológico palpite con la urgencia de lo presente, y que lo carnal adquiera la trascendencia de lo sagrado. Un poema donde el cielo y la tierra se besan, donde las estrellas tienen sabor a cítrico, y donde los dedos entrelazados forman la constelación más brillante del firmamento humano.
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