José Soriano Recio, Alabanzas de esto y de lo otro. ALABANZA 10

ALABANZA 10

En la cabeza de un lenguado solo cabe una cosa la vida lenguado. Y yendo por partes esto incluso incluye categorizar los caminos del mar, que llenan un espacio en el cerebro del pez a modo de laguna. Una laguna plana amable con lo plano de los verbos importantes nacer, vivir morir… Al lenguado cuando crece simple por el fondo se le tuerce el ojo izquierdo para ver el cielo acercándose al derecho. El espacio por arriba que rodea su cabeza se duplica poco a poco, y va cobrando otro sentido el mediodía para el lenguado en su jardín de infancia. Y con cada vez más luz, luz cenital, ajusta mejor el camuflaje. Y dentro de su cabeza un algo parecido en las dos lagunas en las que echa lo mirado por arriba por un lado, y lo mirado por abajo por el otro, se mide en la orilla una pelea importante. La del equilibrio estable. Y es que a modo de oponentes de una misma escuela traen un juego que no solo regla habilitar el tablero para ello, sino que el propio juego contenga al menos, para dar cobijo a la armonía de los opuestos, una simetría simple de intercambio de personajes. Parece un imposible. Pero la vida del lenguado va a favor con ambos ojos hacia el cielo se deshace de lo visto por el suelo cuando niño y después pasado un tiempo suficiente ya el lenguado es camuflaje fondo mar exacto a lo que ya no ve… El intercambio es de manual. Alabados sean los mediodías bajo el agua.

José Soriano Recio, Alabanzas de esto y de lo otro

Cuando el cuerpo piensa y la metamorfosis es mapa

Hay algo de terremoto silencioso en este poema, algo de desplazamiento tectónico donde lo que creíamos fijo el ojo, la percepción, el propio sentido del arriba y el abajo se desliza hacia otra posición y con ese gesto mínimo, esa torsión del ojo izquierdo acercándose al derecho, todo el universo del lenguado se reconfigura. Soriano Recio no escribe sobre la metamorfosis del pez sino desde ella, habitando esa laguna cerebral donde los verbos importantes nacer, vivir, morir se acomodan como piedras planas en el fondo del pensamiento. Aquí la filosofía no es reflexión externa sino experiencia encarnada: el lenguado piensa con su cuerpo deformado, y esa deformación no es tragedia sino arquitectura nueva del sentido.

La belleza escalofriante del poema reside en su literalidad feroz. Cuando el autor dice “en la cabeza de un lenguado solo cabe una cosa la vida lenguado”, no está usando una metáfora simpática sino describiendo una ontología cerrada, un universo cognitivo que no puede salir de sí mismo porque es todo lo que conoce. La laguna cerebral es plana porque el lenguado vive en lo plano, y los verbos que importan son exactamente tres porque más allá de nacer, vivir y morir no hay espacio mental para otras conjugaciones. Esta clausura no oprime: simplemente es, con la misma inevitabilidad con que el agua rodea al pez.

Pero entonces ocurre el prodigio brutal de la metamorfosis. El ojo izquierdo se tuerce, migra, busca su lugar junto al derecho, y con ese desplazamiento físico el mediodía cobra otro sentido. No es que el lenguado aprenda a ver diferente: es que su cuerpo transformado le obliga a pensar distinto. La luz cenital que antes no significaba nada ahora organiza toda su estrategia de camuflaje, toda su relación con el arriba y el abajo. Y dentro de su cabeza, en esas dos lagunas mentales donde almacena lo mirado por arriba y lo mirado por abajo, se desata una pelea silenciosa por el equilibrio estable. Dos memorias incompatibles tratando de coexistir en un cerebro que no puede contenerlas simultáneamente sin colapsar.

Aquí Soriano Recio despliega su genio conceptual más puro. La pelea entre las dos lagunas mentales no es solo conflicto psicológico sino problema matemático, casi físico: cómo hacer que dos sistemas de coordenadas opuestos convivan en una misma mente sin destruirse mutuamente. La solución que propone el lenguado es radical y perfecta: con ambos ojos hacia el cielo, se deshace de lo visto por el suelo cuando niño. No archiva esa memoria en algún sótano mental: la borra, la disuelve, la convierte en ausencia. Y pasado un tiempo suficiente, el lenguado deviene exactamente lo que ya no ve: camuflaje fondo mar, mimetismo perfecto con aquello que ha dejado de percibir.

Esta paradoja es de una crueldad hermosa. El lenguado se convierte en lo que no puede ver, y esa transformación no es pérdida sino ganancia evolutiva. Su ceguera selectiva es su estrategia de supervivencia. Lo que elimina de la percepción se inscribe en su cuerpo como forma, como textura, como color exacto. La memoria visual borrada persiste como memoria corporal. El olvido es diseño.

El lenguaje del poema mimetiza esta metamorfosis. Soriano Recio escribe con frases que se tuercen sobre sí mismas, que acumulan subordinadas hasta el límite de lo sostenible, que repiten estructuras (“lo mirado por arriba por un lado, y lo mirado por abajo por el otro”) como si el propio texto estuviera ajustando su equilibrio interno. La puntuación errática, con comas que aparecen o se ausentan según lógicas propias, reproduce la respiración de un pensamiento que se adapta mientras se enuncia. Cuando dice “una simetría simple de intercambio de personajes”, está describiendo tanto el problema del lenguado como la solución formal del poema: intercambiar posiciones, hacer que lo de arriba baje y lo de abajo suba, y en ese intercambio encontrar no síntesis sino sustitución.

La alabanza final “Alabados sean los mediodías bajo el agua” llega como bendición extraña a esa luz cenital que organiza toda la vida del lenguado transformado. No es celebración mística ni patetismo sentimental sino reconocimiento de que hay momentos donde la luz vertical ordena todo el sentido, donde el sol a plomo marca la diferencia entre arriba y abajo, entre ser visto o pasar inadvertido, entre vivir o morir. El mediodía bajo el agua es instante de máxima claridad y máxima vulnerabilidad: cuando todo se ve pero también cuando todo se puede ver.

Lo que Soriano Recio construye en esta alabanza es nada menos que una epistemología de la deformación. Nos dice que el conocimiento no es acumulación sino sustitución, que aprender algo nuevo exige olvidar algo viejo, que la mente tiene espacio limitado y debe elegir qué memoria conservar y cuál disolver. Nos dice también que la morfología determina la cognición, que no pensamos con un cerebro abstracto sino con un cuerpo situado, que nuestras estructuras físicas condicionan nuestras posibilidades mentales. El lenguado no es metáfora del humano sino lección sobre la naturaleza misma del pensar: somos lo que nuestro cuerpo nos permite ser, y cuando el cuerpo cambia, el pensamiento cambia con él inevitablemente.

Hay en este poema una crueldad tierna, una violencia suave que reconoce que toda ganancia es pérdida, que toda adaptación es mutilación. El lenguado que se deshace de lo visto por el suelo cuando niño pierde algo irreparable: pierde la memoria de sus propios orígenes, la experiencia de haber visto el mundo desde abajo. Pero esa pérdida es condición de su supervivencia, precio que paga por seguir vivo. No hay nostalgia en el poema porque el lenguado no recuerda lo que perdió: su olvido es tan completo que no sabe que alguna vez vio diferente.

Este es un poema sobre cómo nos convertimos en lo que somos borrando lo que fuimos, sobre cómo la identidad no es acumulación sino selección despiadada. Cada lenguado que nada con ambos ojos hacia el cielo arrastra una laguna cerebral vaciada, un espacio mental donde antes habitaban formas que ya no existen. Y ese vacío no duele porque se ha llenado con otras formas, otros colores, otras luces. El intercambio es de manual, dice el poema, y en esa frase late toda la aceptación de que así funciona la vida: sustituyendo, reemplazando, olvidando para poder recordar otra cosa.

Soriano Recio nos regala un lenguado que es teorema viviente, demostración encarnada de que la mente no es contenedor infinito sino espacio finito donde cada cosa nueva expulsa algo anterior. Y ese lenguado, monstruo hermoso de ojos desplazados, nada bajo los mediodías acuáticos sin saber que alguna vez fue diferente, sin intuir que su camuflaje perfecto es el precio pagado por haber transformado su cuerpo en mapa de aquello que ya no puede ver.