GAS SUELTO

romantizo el olor a tabaco
mi padre fumaba ducados cocinaba varios días pollo asado
bailaba a cada rato
se enfermó y murió hinchado
como un sapo
llenito de amor
de arte
de callos en las manos
dejó triste a una madre
con trillizos de once años
obedientes
callados
todo por separado
entendimos la crisis del 2008
a hostias
pero la entendimos
ropa usada y de mercadillo
se reían de nosotros algunos niños
también entendimos
los trabajos precarios de una madre
también tuvimos
a una abuela
cocinera
aldeana
migrante
prejubilada (pa’) cuidarnos
cargaba las cosas en la espalda
su marido a cuestas
pesaba toneladas
madre mía lo que pesaba
yo fantaseaba
con que desapareciera
con que adelgazara
le culpé del malestar y la ansiedad de la abuela
no me equivocaba
odio a la policía
un día vino a casa
no sirvió de nada
él seguía con amenazas
escapé como el disparo de una escopeta
bum
volví con mucha vergüenza
de abandonarlas rotas
pero enteras
no sé cómo lo hacen
por fuera parecen herreras
impermeables como el metal
ojalá entrar en ellas
poner las cartas sobre la mesa
que corten y me cuenten
qué les hace felices
su vida como artesanas
si han sanado cicatrices
su vida como butroneras
obedeciendo directrices
todas sentadas en la cocina de butano
chillando con el gas silbando

Aixa Ballesteros, “Mi cocina es de butano”

La memoria como fuego que no se apaga

Hay poemas que son como fotografías descoloridas encontradas en el fondo de un cajón, imágenes que creíamos olvidadas pero que al tocarlas nos queman los dedos. Así es “Gas suelto”, el poema que abre el poemario de Aixa Ballesteros, una puerta que se abre de golpe y nos arrastra a un pasado que huele a tabaco, a pollo asado, a crisis económica, a supervivencia.

La voz poética nos sumerge en un torrente de recuerdos sin filtros, sin puntuación, como si las palabras brotaran directamente de una herida que aún no ha cicatrizado. El padre que muere “hinchado como un sapo”, la madre que queda “triste”, los “trillizos de once años” que aprenden a entender la crisis “a hostias”, la abuela que carga “las cosas en la espalda” y a “su marido a cuestas”. Todo narrado con una crudeza que no busca embellecer el dolor, sino mostrarlo en su estado más puro.

Me conmueve especialmente cómo Ballesteros construye un retrato familiar donde las mujeres son pilares inquebrantables, “herreras” e “impermeables como el metal”, artesanas de la supervivencia que, a pesar de todo, siguen adelante. La niña que observa, que fantasea “con que desapareciera” el abuelo maltratador, que escapa “como el disparo de una escopeta” pero vuelve “con mucha vergüenza”, nos muestra la culpa que cargan quienes no pueden salvar a quienes aman.

El poema fluye como una confesión susurrada, con versos cortos que se precipitan como lágrimas, creando un ritmo entrecortado que refleja la respiración agitada de quien recuerda el dolor. Y sin embargo, hay una belleza áspera en esta honestidad, en este mirar de frente a los fantasmas familiares.

La cocina de butano se convierte en el escenario central, el corazón palpitante de esta historia familiar, donde las mujeres se sientan “chillando con el gas silbando”, una imagen final que condensa toda la tensión acumulada, como si ese gas pudiera explotar en cualquier momento, igual que los sentimientos contenidos.

Cuando leo este poema, siento que estoy sentado en esa cocina, respirando ese aire cargado de historias no contadas, de preguntas sin respuesta. “Ojalá entrar en ellas”, dice la voz poética, expresando ese deseo universal de comprender realmente a quienes amamos, de traspasar esas corazas que han construido para sobrevivir.

Aixa Ballesteros ha creado un poema que es memoria viva, testimonio de una generación marcada por la precariedad, pero también un homenaje a la resistencia silenciosa de las mujeres que sostienen el mundo sobre sus hombros. Un poema que, como el gas butano, puede ser volátil y peligroso, pero también capaz de alimentar el fuego que nos mantiene vivos.