Fuente: Público.es
El jurado del Premio Reina Sofía de poesía galardonó ayer a Francisco Brines (Oliva, 1932) por ser “un gran poeta metafísico”, cuya obra “enseña a vivir” y que está marcada por “el paso del tiempo”. La obra del autor valenciano está fundamentada en la sensación de la vida como pérdida y por eso afirma que su poesía es de tono crepuscular. El galardón, dotado con 42.100 euros, reconoce la aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España realizada por un autor vivo.
A pesar de una final reñida entre candidatos como Carlos Edmundo de Ory, Julia Uceda y María Victoria Atencia, la metafísica de Brines se impuso sobre el resto. Fundada hasta la saciedad en el existencialismo de Jean-Paul Sartre, la muerte siempre acecha al fondo de la poesía del Académico de la Lengua (que ocupa el sillón X). Brines excluye todo lo que no sea de interés general humano y también lo que impida desarrollar la personalidad del autor, de ahí sus temas: el amor, la infancia, la vejez, la muerte y el tiempo. Y ni rastro de denuncia social. Tras el fallo del premio, reaccionó el autor: “La poesía me ha enseñado a gozar de la vida y también a gozar con fuerza del dolor y de la tristeza”.
Porque lo que importa para autores como Brines y Jaime Gil de Biedma, en la generación de los años cincuenta, no es tanto la propaganda como la experiencia: ya no es indispensable ser entendido por todos, como ser comprendido por la mayoría. Cuando la poesía dejó de ser un instrumento para la lucha y los poetas entendieron que no podían dirigirse a la clase obrera con aquellas gallardías expresivas porque no se les entendía, la lírica se volvió campo para la experiencia.
El grupo que se solidariza con los problemas del género humano desde la voz del autor mismo, pero con estilos muy distantes, estaría configurado por Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Carlos Sahagún, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, José Manuel Caballero Bonald, María Victoria Atencia, Antonio Gamoneda y Francisco Brines. Pero es importante destacar que escritores como Ángel González mantuvieron la resonancia social hasta el final, mientras que otros como Claudio Rodríguez o el propio Brines ni siquiera la tuvieron entre sus intereses.
Francisco Brines se dedicó desde su primer libro, el mítico Las brasas (1960), con el que alcanzó el Premio Adonais, a recorrer la topografía íntima de la soledad, lugar al que se ha dedicado en cuerpo y alma desde entonces, como un gran círculo sin escapatoria. Como el resto del grupo, Brines anda descalzo por la poesía con un tono coloquial, irónico, sin la retórica de la poesía social. Pero lo que le hace especial es su devoción por la confidencia autobiográfica y el acento elegíaco e intimista.
El escritor Jaime Siles, miembro del jurado, destacó a la salida de la deliberación que en la poesía de Brines “no hay excesos verbales, sino contención”. “Nos enseña a vivir, porque es una reflexión continua sobre la vida”, valoró. Y Luis Antonio de Villena, también miembro del jurado, hizo hincapié en “la gran sensualidad y sensoriedad” que emana de los versos del galardonado. “El lado pagano de su escritura es muy importante”, aseguró ayer.
Brines cultivó la cara de la meditación por escrito, aquella que le indicara dónde queda la lucha eterna entre la vida y la muerte, las luces y las sombras. Un movimiento que le llevó irremediablemente a la melancolía y al sentimiento de desamparo, frente a un mundo que le ha arrebatado la blanca luz infantil de su mirada: “Que me devuelva el mundo mi mirada,/y yo devolveré su luz al mundo”.
El otoño de las rosas (1986) es señalada como su mejor obra, elegante y clasicista, con la que fue señalado como Premio Nacional de Poesía. Antes había aparecido Materia narrativa inexacta (1965) y Palabras a la oscuridad (1966), Premio de la Crítica. “Brines es el poeta metafísico por excelencia”, dijo Francisco Nieva en su discurso de contestación al ingreso en la RAE de Brines, en 2006. “Es lo que le distingue del resto”, añadió. En ella no hay esperanza salvadora divina.
La poesía de Francisco Brines huye de todo brillo, pero también de toda chabacanería. Es un poeta de la experiencia, del que han desaparecido las rimas y los ritmos tradicionales, que retienen y se hacen con la atención lectora. El poeta galardonado tiende al tono hablado, lo prefiere, utiliza el léxico de todos los días, eliminando la ordinariez: “Se me ha quemado el pecho, como un horno/por el dolor de tus palabras/y también de las mías”, como escribe en el poema Conversación con un amigo. El tono de lo personal no anula en ningún momento lo social, es más, el poema se hace cuento sin olvidar la lírica, tal y como ocurría en sus dos referencias esenciales: Cavafis y Luis Cernuda.
“A Cernuda siempre le importó desvelar en el poema la verdad del hombre que él era, conocerse a sí mismo en él. Y por ser su verdad, podría ser la de los otros. No al contrario. De ahí que nunca pretenda adular al lector y así ganarlo para sí mismo; queda con ello subrayada su independencia, su vivida verdad. Y como ese logro lo desearía perseguir todo hombre, la presencia visible de esa cualidad es asentida por el lector. De ahí que se comunique tan certeramente”, recordaba Brines en su discurso de ingreso a la RAE, en un claro desvelo de sus intenciones poéticas.
Junto a Cernuda está Juan Ramón Jiménez, al que el poeta valenciano siempre le gusta destacar como uno de los mayores poetas encargado de renovar el horizonte poético español en aquellos años. “Su segunda Antología poética se convirtió en mi personal Biblia”, dijo Brines. Del Nobel de Literatura de 1956 aprendió a gozar y valorar su intimidad. Desde entonces, escribe una poesía que atiende al otro desde sí mismo.
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