EN EL ROCÍO DE LA MAÑANA
Con el primer suspiro de la primavera
en un lugar que no puede ser otro,
tomé uno, me permití tomar,
ese primer rayo de sol
en la amplia pradera
acariciándome las manos
en el rocío de la mañana.
Sentí,
el frío de la noche escaparse
de mis pies en el instante que
floté en el amanecer del día,
por el momento empujado
sobre la brisa que sopla
del este,
despertándose
en el oeste.
Me aventuro
en el cálido resplandor
que golpea como un relámpago
en mi rostro
susurrándome
los senderos de los colibríes,
la cascada de tu ímpetu traquetea
en mi espalda
y me volteo.
Me dejo llevar
por el aire flotante
atrapada en tu sereno vientre.
Recorro
la trayectoria de la luz
que me acompaña
en el camino que me brota
al horizonte donde te encuentro.
El vórtice de tu aliento suspira
en mi rostro
y observo
la luz
iluminada
de la vida
oscura.
El edredón de tu textura me acaricia
en mis manos
congeladas
de la noche recién pasada.
El calor me guía al lugar
donde te desdoblas
en su entera tierra
que somos
el castaño rojizo
de la vida.
Kim Lemmen, de “Almas errantes” (Editorial Poesía eres tú, 2025)
La liturgia del amanecer o cómo renacer cada mañana
Hay poemas que te encuentran. Que te despiertan con la misma suavidad de ese primer rayo de sol sobre la pradera mojada. “En el rocío de la mañana” es uno de esos poemas que respiran, que laten con el pulso de alguien que ha decidido volver a nacer con cada amanecer. Kim Lemmen no escribe sobre la primavera: escribe el acto mismo de permitirse estar vivo, de “tomar” ese instante como quien sabe que la vida es una sucesión de permisos que nos damos o nos negamos. “Me permití tomar”, dice, y en esa confesión hay toda una filosofía de la existencia. Porque vivir plenamente no es un derecho automático sino una decisión, un consentimiento que debemos renovar cada día como quien renueva el aire en los pulmones.
El poema se despliega como una coreografía de sensaciones donde el cuerpo es territorio de encuentro entre el frío de la noche que se va y el calor del día que llega. Las manos acariciadas por el rocío, los pies que sienten escaparse ese frío nocturno, el rostro golpeado por el resplandor, la espalda que recibe el traqueteo de la cascada. Lemmen sabe que no somos almas incorpóreas flotando en la abstracción sino carne que tiembla, piel que recuerda, manos que pueden estar “congeladas / de la noche recién pasada”. El frío no es solo temperatura: es memoria, es todo lo que cargamos de las horas oscuras, todo lo que nos pesa cuando intentamos caminar hacia la luz. Y sin embargo, el poema no habla de superación sino de transformación, de ese momento mágico en que “floté en el amanecer del día”, suspendida entre lo que fue y lo que será, ligera como quien finalmente ha dejado ir lo innecesario.
Hay una geografía poética aquí que trasciende el mero paisaje: la brisa que sopla del este despertándose en el oeste traza un mapa de movimiento perpetuo, de fuerzas que nunca se detienen, y el yo lírico se deja llevar por ese “aire flotante” sin resistencia, “atrapada en tu sereno vientre”. Ese tú que atraviesa el poema es a la vez persona y cosmos, amante y universo, presencia concreta y misterio absoluto. Cuando Lemmen escribe “la cascada de tu ímpetu traquetea / en mi espalda / y me volteo”, está describiendo el momento exacto en que dejamos de huir y nos damos la vuelta para enfrentar aquello que nos persigue, para descubrir que no era amenaza sino invitación. El volteo es gesto fundamental: dejar de correr, mirar de frente, aceptar que el encuentro es inevitable y necesario.
Pero lo que más conmueve de este poema es su paradoja central, ese verso que debería ser imposible pero que contiene toda la verdad del mundo: “la luz / iluminada / de la vida / oscura”. Porque vivir es precisamente eso, ¿no? Encontrar luz en lo que es fundamentalmente oscuro, incomprensible, incierto. La vida no deja de ser oscura porque la iluminemos; simplemente aprendemos a ver en la penumbra, a encontrar resplandor donde solo parecía haber sombra. No hay ingenuidad en este poema. No hay promesa de que todo será luminoso si tan solo nos levantamos temprano y salimos a la pradera. La oscuridad persiste, pero algo en nosotros se ilumina cuando decidimos habitarla conscientemente.
Y entonces llega ese cierre, esa imagen del “edredón de tu textura” que acaricia las manos congeladas, ese calor que guía “al lugar / donde te desdoblas / en su entera tierra / que somos / el castaño rojizo / de la vida”. El color castaño rojizo es mestizo, es mezcla, es la tierra húmeda que no es ni roja ni marrón sino ambas cosas a la vez, territorio de transición donde todo se confunde y se fusiona. Somos esa tierra compartida, ese lugar donde el tú y el yo se desdoblan sin perder su unidad, donde la individualidad no se anula sino que se expande hasta abarcar al otro. “Que somos”, escribe Lemmen, no “que soy” ni “que eres”, porque en el encuentro genuino las fronteras se vuelven porosas y descubrimos que siempre fuimos la misma tierra bajo distintos nombres.
Este poema vive en la tercera sección del libro, la que lleva por título “Bricolaje”, y no es casualidad. Aquí ya no hay dispersión ni dualismo puro: hay aceptación de la complejidad, celebración del ensamblaje. El poema mismo es un bricolaje de sensaciones, una composición donde los elementos naturales —sol, rocío, brisa, luz, tierra— se entrelazan con las emociones humanas —frío, calor, suspiro, abrazo— sin que sea posible separarlos. Lemmen ha aprendido algo que solo se aprende después de haber estado verdaderamente perdido: que la identidad no se recupera, se recompone cada mañana con los materiales que el día nuevo nos ofrece. El rocío no es el mismo cada amanecer, pero siempre está ahí, esperando acariciar las manos de quien se atreve a caminar descalzo sobre la hierba húmeda. Y quizá eso es suficiente. Quizá toda la sabiduría del mundo cabe en ese gesto sencillo: permitirse tomar el primer rayo de sol, dejar que el aire nos lleve, voltear cuando algo nos llama desde atrás, aceptar que somos tierra compartida, castaña y rojiza, oscura e iluminada, siempre en proceso de convertirnos en lo que ya somos.
Ana María Olivares
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