La verdadera dimensión del cielo: una crítica con el lenguaje de Larra

A punto de cumplirse el segundo siglo de su muerte, cuando el eco de sus invectivas aún resuena en los pasillos del periodismo español, me propongo aplicar el lenguaje y la mirada de Fígaro a este poemario de Alberto Martín Méndez, matemático de profesión y poeta por imperativo del alma. Y si el lector encuentra excesiva esta pretensión, que considere que acaso no haya mejor forma de honrar al crítico más certero de nuestras letras que empleando sus propios métodos para examinar la producción contemporánea.

Larra, que supo combinar en sus reseñas literarias la precisión del análisis con el filo de la sátira, habría encontrado en este volumen motivos tanto de elogio como de censura. Conocedor como era de los vicios de su tiempo, y dotado de esa “suma perspicacia y penetración para ver en su verdadera luz las cosas y los hombres” que él mismo exigía al escritor satírico, no habría pasado por alto la sinceridad que atravi virtud cada vez más escasa en el panorama poético español.

En primer lugar, habría observado con benevolencia que Martín Méndez no pertenece a esa especie de poetas de ocasión que tanto molestaban al periodista madrileño. No estamos ante uno de esos versificadores que “adulando escriben” y que merecían que sus propias palabras fueran borradas “con su propia lengua”. Este autor ha llegado a la poesía por caminos oblicuos, tras haberse curtido en la exactitud matemática, y acaso por ello sus versos poseen esa cualidad que Larra tanto apreciaba: la autenticidad.

El libro se divide en tres secciones —”Sangre cercana”, “Iris amarillo” y “Reflejo certero”— que revelan una arquitectura meditada. La primera, dedicada a las personas del círculo íntimo del autor, habría merecido la aprobación de Larra, quien siempre defendió que la literatura debía “reflejar la realidad de que ha surgido”. Los poemas dirigidos a la madre, a la pareja, a los hijos, no caen en el sentimentalismo que tanto desagradaba al crítico romántico, sino que logran esa difícil síntesis entre lo particular y lo universal que caracteriza a la verdadera poesía.

Sin embargo, donde Martín Méndez demuestra una perspicacia más afinada con el espíritu larriano es en la segunda sección, “Iris amarillo”. Aquí el autor despliega una crítica de los mecanismos contemporáneos de control que habría hecho las delicias de quien escribió contra la censura y los abusos del poder. El epígrafe de Orwell —”No basta con obedecerlo, hay que amarlo”— sitúa al lector en el territorio de la denuncia, pero sin caer en la grandilocuencia que Larra tanto abominaba.

En el poema que da título a la sección, Martín Méndez habla del “Iris Amarillo” como de una fuerza alienante que “ha ocupado los sueños / y se ha filtrado por las tuberías”. Larra, que conocía bien el poder de la metáfora para decir lo que la censura impedía expresar directamente, habría reconocido en esta imagen una eficacia semejante a la de sus propias alegorías. Como él mismo escribiera en “Las palabras”, sabía que cuando las autoridades prohíben el uso directo del lenguaje, el escritor debe buscar caminos laterales para llegar a la verdad.

El poema “en el chat”, que retrata a “gabriela paz terceiro” como personificación de la omnisciencia artificial, habría arrancado a Larra una de esas sonrisas que precedían a sus más certeras puñaladas críticas. La descripción de este personaje —”es una sabelotodo / siempre tiene el as para matar el tres”— y la conclusión del poeta —”pero ya no tenemos sitio / y busco al sócrates que fui y le susurro / bendita ignorancia”— contienen esa mezcla de observación aguda y melancolía que caracterizaba los mejores momentos del autor de “Vuelva usted mañana”.

No obstante, Larra habría señalado también los puntos débiles del libro. La tercera sección, “Reflejo certero”, la más extensa, adolece en ocasiones de esa tendencia a la explicación excesiva que el crítico del XIX habría censurado sin piedad. Larra, que exigía concisión y eficacia expresiva, habría encontrado redundantes algunos pasajes donde el autor insiste demasiado en ideas que estarían mejor servidas por la sugerencia que por el desarrollo discursivo.

También habría reparado en el uso que Martín Méndez hace de las minúsculas y la escasez de signos de puntuación. Larra, purista del lenguaje y defensor de la corrección expresiva, como demuestra su artículo “Las palabras”, habría visto en esta decisión estilística una concesión innecesaria a las modas, aunque quizás habría admitido que, en este caso, el recurso sirve a un propósito expresivo legítimo y no a una mera pose vanguardista.

El tratamiento que el autor hace de sus experiencias dublinesas habría interesado particularmente a Larra. Él, que conocía bien el extrañamiento del que vive entre dos culturas —recordemos su infancia francesa—, habría apreciado esos poemas donde la distancia geográfica se convierte en distancia crítica. Los versos de “desde dublín” o “molly malone” poseen esa cualidad de observación desencantada que Larra cultivó en sus propios escritos sobre los viajes y el exilio.

En cuanto al estilo, Martín Méndez demuestra un dominio del ritmo interior y una capacidad para la imagen certera que habrían merecido el elogio del crítico madrileño. Larra, que él mismo era poeta aunque renegara de sus versos, habría reconocido en pasajes como “es el charco y no el espejo / el que me devuelve fielmente lo que soy” esa calidad de frase que él tanto valoraba en los autores que reseñaba.

Sin embargo, habría censurado cierta tendencia del autor a la abstracción conceptual, especialmente visible en poemas como “fulcro contra espiral” o “acróbata”. Larra, que defendía la claridad y la comunicabilidad de la literatura, habría visto en estos textos un exceso de intelectualización que aleja al poema de su función social.

El aspecto más larriano del libro reside quizás en su tono desengañado sin caer en el pesimismo paralizante. Como el propio Fígaro, Martín Méndez escribe desde la convicción de que la crítica puede servir a la mejora, aunque no se haga ilusiones sobre la eficacia inmediata de sus palabras. El poema final, “los diez mandamientos”, con su mezcla de ironía y esperanza, habría sonado familiar a quien escribiera “El día de difuntos de 1836”.

En suma, aplicando el método crítico de Larra —que exigía del escritor perspicacia, naturalidad, precisión y contacto con la realidad—, habríamos de concluir que La verdadera dimensión del cielo es un libro estimable dentro de la producción poética contemporánea. No se trata de una obra maestra, pero sí de un conjunto de poemas que cumple con esa función que Larra consideraba esencial en toda literatura: servir de espejo crítico a su tiempo sin renunciar a la belleza.

Y si el propio Larra hubiera vivido para leer estos versos, acaso habría concluido su reseña con palabras similares a las que dedicó a tantos autores de su época: que en tiempos en que la poesía española parece haberse refugiado en la comodidad de lo ya sabido, es de agradecer que aparezcan voces como la de este matemático gallego que se toma en serio tanto la literatura como el mundo en que vivimos. Que no siempre lo consiga plenamente es menos importante que el hecho de que lo intente con honestidad y sin concesiones fáciles al gusto del momento.

Al fin y al cabo, como el propio Fígaro habría recordado, en literatura como en política, más vale un intento sincero de mejorar las cosas que una brillante perpetuación de los vicios establecidos.