BESOS SUELTOS

El día nace,
bajo mis pies navega el viento,
revuelto de encantos que levanta,
hasta llegar al cielo.

Atracando en la orilla,
frente al mar, se sueltan los andares,
que trepan hasta los balcones
con sus lunas y soles.

Somos paseos
que rompen amaneceres,
que cuentan historias
de paz y tempestad sobre las olas.

¡Ay, patito, amado mío!
Entre nosotros baila nuestro abrazo
hasta que dure la vida.

Tus manos sostienen mis dedos
como una prolongación de mi cuerpo.
Mi bastón, un anclaje,
un cabo suelto, una columna
para que descanse mi aliento,
tocar tu risa con besos sueltos.

Me llevas junto a los versos ciegos,
a un lugar cerca de mi entresuelo,
sin rumbo ni brújula,
más allá de mi tiempo.

Brindemos por los besos
que se instalan en nuestras caricias,
tirados en la orilla,
buscando piedras de corazones.

Icemos las velas
vestidos de aire fresco,
en este mar que se rinde a la noche,
mientras se refleja la luna
y rondan los sueños.

Nuria Gázquez, de Un firmamento de peces

CUANDO EL AMOR SE VUELVE GEOGRAFÍA

Hay poemas que no se leen sino que se caminan, como quien recorre una playa al amanecer sintiendo la arena fría bajo los pies y el viento todavía dormido que despierta poco a poco, revuelto de encantos que levanta hasta llegar al cielo. “Besos sueltos” es de esos poemas que se habitan, que te piden descalzarte y entrar en su territorio marino donde el amor no es declaración grandiosa sino ritual cotidiano de manos que se buscan, de risas tocadas con besos dispersos, de caminatas compartidas frente a un mar que testifica sin juzgar.

Nuria Gázquez construye aquí un amor que es primero geografía antes que sentimiento abstracto. El poema se abre con un día naciendo, con pies que sienten el viento navegando bajo ellos, y esa inversión —no es el cuerpo el que se mueve sobre el viento sino el viento el que navega bajo el cuerpo— ya nos dice que estamos en territorio de maravilla cotidiana, donde lo imposible ocurre tan naturalmente como el amanecer. El viento revuelto de encantos que sube hasta el cielo es el mismo viento que conocemos todos, pero mirado con ojos de quien no ha perdido capacidad de asombro, de quien sigue viendo en lo ordinario su cualidad extraordinaria.

Luego viene la orilla, ese espacio limítrofe entre tierra firme y mar incierto, y ahí se sueltan los andares, como quien suelta amarras o como quien permite que el caminar deje de tener destino y se vuelva puro presente. Los andares trepan hasta los balcones con sus lunas y soles, llevando consigo el tiempo completo —noche y día, oscuridad y luz— porque el amor verdadero no habita solo los momentos luminosos sino también las horas oscuras. Hay en esta imagen algo de ofrecimiento, de serenata marina donde no se cantan canciones sino se regalan paseos, historias de paz y tempestad sobre las olas.

Y entonces, sin aviso, irrumpe la ternura pura en forma de diminutivo: “¡Ay, patito, amado mío!” Ese apelativo doméstico, casi infantil, rompe cualquier pretensión de solemnidad y nos recuerda que el amor grande se dice muchas veces con palabras pequeñas, con esos nombres secretos que las parejas inventan y que fuera de su intimidad sonarían ridículos pero dentro de ella son perfectos. El abrazo que baila entre dos cuerpos “hasta que dure la vida” es juramento sin pompa, promesa dicha con sencillez que la hace más creíble que cualquier voto elaborado.

Pero donde el poema alcanza su mayor hondura es en la imagen de las manos. “Tus manos sostienen mis dedos / como una prolongación de mi cuerpo.” No dice “toman” ni “agarran” sino “sostienen”, verbo de cuidado, de responsabilidad tierna. Y no son las manos enteras las que se tocan sino manos que sostienen dedos, detalle de precisión que nos dice que este amor conoce la anatomía del otro, distingue entre mano y dedos, sabe que en los dedos está la sensibilidad máxima. Y luego la revelación: el otro es prolongación del cuerpo propio. El amor aquí no es fusión que anula individualidades sino extensión que amplía los límites del yo sin destruirlo. Las manos del amado son bastón, anclaje, cabo suelto, columna. Una enumeración de funciones de sostén donde cada metáfora añade un matiz: bastón para apoyarse en momentos de cansancio, anclaje para no perderse en la deriva, cabo suelto que permite libertad dentro de la conexión, columna que soporta peso.

El amor permite tocar la risa del otro con besos sueltos, besos que no están fijados ni programados sino que andan dispersos, libres, encontrándose con la risa en momentos imprevistos. Hay en “besos sueltos” como título y como frase una filosofía completa del afecto: no es la intensidad dramática ni la pasión devoradora sino la constancia liviana, los pequeños gestos repetidos que se instalan en los días como quien se instala en una casa para habitarla, no para poseerla.

El amado lleva al hablante “junto a los versos ciegos”, hermosa manera de decir que el amor nos conduce hacia territorios de poesía que no podíamos ver antes, versos que estaban ahí pero que necesitábamos otros ojos para descubrirlos. Y ese lugar es “cerca de mi entresuelo”, ni sótano ni ático sino nivel intermedio, espacio de tránsito donde uno ni está del todo dentro ni del todo fuera, umbral donde se vive sin rumbo ni brújula pero tampoco perdido, porque estar con el otro es la única orientación necesaria, más allá del tiempo medible, en ese tiempo del amor que es siempre presente continuo.

Y el poema cierra con un brindis, que es ritual de celebración pero también de reconocimiento de lo precioso. Se brinda por los besos que no se van sino que se instalan en las caricias, que toman residencia en el cuerpo como inquilinos permanentes. Y esos besos están tirados en la orilla, esperando como conchas o como esas piedras con forma de corazón que las parejas buscan en la arena mojada, pequeños tesoros que la mar deposita para quien sepa mirar con atención. Izar las velas vestidos de aire fresco es zarpar hacia ninguna parte específica pero juntos, navegando en ese mar que se rinde a la noche no por derrota sino por entrega amorosa, mientras la luna se refleja en el agua y los sueños rondan como pájaros nocturnos o como promesas.

Este es un poema de amor maduro, no de enamoramiento adolescente. Es amor que conoce el cansancio y por eso aprecia el bastón, que conoce la deriva y por eso valora el anclaje, que sabe que la vida incluye tempestad además de paz pero que se cuentan ambas historias sobre las olas porque las dos son parte del viaje. Es amor que se dice con diminutivos cariñosos, con manos que sostienen, con besos dispersos que pueblan los días en lugar de concentrarse en momentos épicos. Es, finalmente, amor que se sitúa geográficamente en la orilla, ese espacio de encuentro entre elementos distintos, y que desde ahí propone un zarpe conjunto hacia horizontes inciertos pero compartidos, bajo la luna que todo lo baña con su luz plateada mientras rondan los sueños que quizá, solo quizá, se cumplan si se sueñan entre dos.

Ana María Olivares