AMAR SIN MEDIDA

Mi mala costumbre de amar sin medida,
me pedía un beso y yo le daba toda mi vida.
Por dar de más,
me quedé vacía,
y en cada caricia,
otra herida nacía.

La cuestión no era si te amaba,
la cuestión era cuánto,
tal vez te quise demasiado.
Pero no era su culpa mi forma de amar,
él solo pidió una gota
y yo le di todo el mar.

Enamorarme de sus ojos siempre fue un error,
un engaño y una trampa de mi corazón.
Creí ver el cielo en su mirada,
pero solo era una chispa que me cegaba.

Creí todas sus mentiras sin darme cuenta,
como un ciego que solo de palabras se alimenta.
Como esas entrañas que nunca llenaba
y ese mar de lágrimas que nunca se secaba
por más que lo intentara.

— Gema Bautista, Mis ruinas, Mi poesía

LA ARITMÉTICA IMPOSIBLE DEL CORAZÓN CUANDO DA DEMASIADO

Hay amores que no matan porque te abandonen, sino porque te vacían gota a gota hasta que miras dentro de ti y solo encuentras el eco de lo que fuiste. Este poema de Gema Bautista es el mapa preciso de ese vaciamiento, la radiografía lírica de una generosidad que se confundió con amor y terminó siendo autodestrucción silenciosa. “Amar sin medida” no es solo un título, es un diagnóstico, una confesión susurrada en la consulta del psicólogo o gritada en la soledad de una noche sin respuestas.

Desde el primer verso, Gema nos coloca frente a una paradoja devastadora: tener “la mala costumbre de amar sin medida” es reconocer que el exceso, esa cualidad que romantizamos en canciones y películas, es en realidad una patología emocional. Ella lo sabe, lo nombra sin eufemismos: “me pedía un beso y yo le daba toda mi vida”. La desproporción es violenta en su claridad. Un beso, ese gesto pequeño, cotidiano, casi intrascendente, recibe como respuesta una vida entera. ¿Quién podría sostener esa economía emocional sin colapsar? Nadie. Y por eso el siguiente verso llega inevitable como un diagnóstico médico: “Por dar de más, / me quedé vacía”. El vacío no es metáfora aquí, es anatomía. Es el hueco real que queda cuando das tanto que te olvidas de guardarte algo para ti misma.

Lo que hace brillar este poema con luz propia es su honestidad brutal sobre la responsabilidad. Gema no culpa, no se victimiza, no convierte al amado en villano. Escribe “Pero no era su culpa mi forma de amar”, y en ese verso late una madurez emocional poco común en poesía confesional. Ella entiende que nadie tiene la culpa de cómo otro elige amar, que el amor codependiente no nace de la maldad del otro sino de la propia incapacidad para establecer límites saludables. “Él solo pidió una gota / y yo le di todo el mar” es quizá la imagen más poderosa del poemario entero, esa metáfora acuática que captura con precisión quirúrgica la asimetría fundamental de ciertas relaciones: no es que el otro pida demasiado, es que nosotros damos todo sin que nadie nos lo solicite, y luego nos ahogamos en nuestra propia generosidad desbordada.

Pero el poema no se detiene en el análisis frío de la codependencia. Gema nos lleva más profundo, hacia ese momento terrible en que descubrimos que la persona en quien vimos el cielo entero era solo un espejismo de nuestro corazón necesitado. “Enamorarme de sus ojos siempre fue un error, / un engaño y una trampa de mi corazón” no culpa a los ojos del amado sino al corazón que vio en ellos lo que necesitaba ver, no lo que realmente había. “Creí ver el cielo en su mirada, / pero solo era una chispa que me cegaba” es devastador precisamente porque la luz que prometía claridad terminó siendo la que impidió ver la verdad. Esta inversión del simbolismo lumínico tradicional (donde la luz revela y la oscuridad oculta) es de una sutileza técnica notable: Gema entiende que a veces ver demasiada luz en alguien es otra forma de ceguera, que idealizar es otra manera de no ver.

El cierre del poema es un descenso hacia la asfixia. “Creí todas sus mentiras sin darme cuenta, / como un ciego que solo de palabras se alimenta” equipara las palabras vacías con comida que no nutre, estableciendo una cadena metafórica coherente: dar demasiado vacía, amar sin medida agota, alimentarse de palabras huecas mata de hambre emocional. Y luego llega la imagen más dolorosa, ese “mar de lágrimas que nunca se secaba / por más que lo intentara”. El mar que ella dio generosamente se transforma en el mar de su propio llanto, completando un ciclo perfecto: lo que dio con amor regresa como dolor, y ese dolor, como el agua del mar, parece infinito, inagotable, imposible de detener.

Lo que convierte “Amar sin medida” en un poema memorable no es solo su sinceridad emocional sino su arquitectura impecable. Cada metáfora se conecta con la siguiente creando una red simbólica coherente: gota/mar, hambre/alimentación, luz/ceguera, lágrimas/mar. Gema construye significado acumulativo, donde cada imagen refuerza la anterior hasta que el lector no solo entiende intelectualmente la codependencia sino que la experimenta sensorialmente. Podemos sentir el vacío, la ceguera, el hambre, el ahogamiento. El poema no nos cuenta sobre el dolor, nos hace habitarlo.

Y sin embargo, hay algo más aquí, algo que eleva este texto por encima del lamento: hay consciencia. La voz poética no está perdida en su dolor, está observándolo, nombrándolo, entendiéndolo. “La cuestión no era si te amaba, / la cuestión era cuánto” es filosofía expresada con la sencillez de quien ha hecho terapia con sus propias palabras. Esa distinción entre si amaba (respuesta: sí) y cuánto amaba (respuesta: demasiado, desproporcionadamente, patológicamente) marca la diferencia entre alguien que sufre sin entender y alguien que sufre comprendiendo. Y comprender el propio dolor es el primer paso para transformarlo, para convertirlo precisamente en poesía que pueda ayudar a otros a comprender el suyo.

“Amar sin medida” es, al final, un poema sobre límites. Sobre la necesidad de aprenderlos, de respetarlos, de entender que amar sanamente requiere medir, dosificar, guardarse algo para uno mismo. En una cultura que nos enseña que el amor verdadero es el que lo da todo, que el sacrificio total es virtud romántica, este poema es un acto de rebeldía suave pero firme. Dice: no, dar todo no es amor, es vaciarse. Y nadie puede amar desde el vacío. Solo desde la plenitud propia, desde un yo que no se pierde en el otro, desde un corazón que conoce sus límites y los defiende sin culpa, se puede amar sin medida pero también sin perderse en el proceso. Este es el aprendizaje que late bajo estos versos: que la medida no es la ausencia del amor sino su condición de posibilidad, que para poder dar sin vacíarse es necesario primero estar lleno de uno mismo.

Ana María Olivares