Cuando me permito caer
Hay días que no puedo,
y está bien.
Me hago un café,
me quedo quieta
y dejo pasar las horas.
Recuerdo a Benedetti,
la alegría se defiende,
y miro el horizonte sabiendo
que, aunque hoy no llegue,
mañana volveré
el doble de clara,
el doble de yo.
Lucía García Ramos, “Renacida en mi calma”
La Sabiduría de la Pausa
Hay algo profundamente revolucionario en este poema que cierra el libro como quien cierra una puerta con ternura, sin dar portazo, sabiendo que mañana volverá a abrirse. García Ramos ha construido todo un edificio de renacimiento, ha levantado raíces, ha extendido alas, ha tendido puentes hacia horizontes prometedores, y justo cuando el lector espera un final triunfal, ella se permite caer. Y en esa caída hay más sabiduría que en todos los vuelos anteriores.
El poema comienza con una declaración que rompe la expectativa de linealidad que tanto nos han vendido los discursos de superación personal: “Hay días que no puedo, / y está bien”. Esas cinco palabras contienen toda una filosofía de la imperfección aceptada, de la humanidad reconocida sin culpa. No dice “hay días difíciles” (eufemismo que suaviza), no dice “hay momentos complicados” (que sugiere brevedad), dice directamente “no puedo”, con la rotundidad del verbo sin adornos. Y luego, ese verso de dos palabras que funciona como absolución: “y está bien”. Permiso otorgado, culpa disuelta, autorización para ser humana en un mundo que exige divinidad constante.
Lo que sigue es una enumeración de acciones tan pequeñas que casi no son acciones: hacerse un café, quedarse quieta, dejar pasar las horas. En la economía capitalista del tiempo productivo, esto es herejía. En la lógica de la autoexigencia perpetua, esto es fracaso. Pero García Ramos lo presenta como lo que realmente es: autocuidado elemental, resistencia callada, pausa necesaria en un mundo que no para nunca. El café no es solo bebida sino ritual, gesto que conecta manos con taza con calor con presente. La quietud no es parálisis sino decisión consciente de no forzar movimiento. Dejar pasar las horas no es perder el tiempo sino respetarlo, entender que hay momentos donde lo único que corresponde es ser testigo del transcurrir sin intentar acelerarlo o llenarlo de sentido productivo.
Y entonces llega Benedetti, invocado como quien convoca a un maestro cuya voz sostiene cuando la propia vacila. “Recuerdo a Benedetti, / la alegría se defiende”: el poeta uruguayo entra al poema no como cita erudita sino como compañía, como recordatorio de que otros antes ya pelearon esta batalla de mantener la alegría en medio de todo lo que la amenaza. La alegría no viene sola, no es regalo gratuito ni estado natural: se defiende, se cultiva, se protege de los asedios constantes de la desesperanza. Y a veces, paradójicamente, se defiende descansando, retirándose estratégicamente, permitiéndose días de no poder.
Luego viene ese giro hacia el horizonte, esa mirada que no busca certezas sino que simplemente observa sabiendo que “aunque hoy no llegue, / mañana volveré”. No dice “llegaré mañana” (promesa que podría romperse), dice “volveré”, verbo que implica que ya estuvo ahí antes, que conoce el camino, que esta no es primera caída ni será la última. Y la confianza no reside en eliminar las caídas sino en saber que después de cada una hay retorno.
El cierre del poema es de una belleza matemática casi: “el doble de clara, / el doble de yo”. La caída no resta, multiplica. La pausa no disminuye, intensifica. Cada vez que se permite no poder, regresa más auténtica, más ella misma, porque ha integrado también esa parte que no puede, porque ha dejado de exiliarse de su propia vulnerabilidad. “El doble de yo” no significa dos veces mejor sino dos veces más completa: la que puede y la que no puede habitando el mismo cuerpo sin guerra interna.
Este poema funciona como cierre perfecto del poemario porque desmiente cualquier lectura triunfalista que se pudiera hacer de todo lo anterior. García Ramos no ha escrito un libro sobre convertirse en superheroína inmune al dolor. Ha escrito un libro sobre aprender a sostener simultáneamente la fortaleza y la fragilidad, y este poema final es prueba de esa integración. Después de veinticuatro poemas de renacimiento, raíces, alas, puentes y horizontes, tiene la valentía de cerrar con una caída. Y esa caída no niega nada de lo anterior: lo confirma desde lugar más honesto. El crecimiento personal no es ascenso constante sino espiral que regresa recurrentemente a la vulnerabilidad, pero cada vez desde altura ligeramente superior que permite ver el paisaje con más claridad.
La sencillez formal del poema —versos breves, lenguaje cotidiano, ausencia de metáforas complejas— contrasta con la profundidad del contenido. A veces las verdades más difíciles de alcanzar se dicen con las palabras más simples: hay días que no puedo, y está bien. Toda una vida puede caber en esa frase, toda una terapia, toda una liberación. Y el poema lo sabe, por eso no necesita adornar, no necesita convencer, solo necesita constatar con la calma de quien ya atravesó suficientes días imposibles como para saber que se sobrevive a todos, incluso a este.
Lo que García Ramos logra en este poema es algo que mucha poesía terapéutica no consigue: evitar la promesa de curación definitiva. No dice “ya no habrá más días así”, no promete eliminación del dolor, no vende felicidad perpetua. Dice algo mucho más valioso: cuando lleguen esos días —porque llegarán— tendrás permiso para detenerte, para no forzar, para recordar que mañana volverás. Y volverás no porque seas heroína sino porque eres humana, y los humanos tienen esa capacidad extraña de caer y levantarse, caer y levantarse, hasta que la caída misma se convierte en parte del camino, no en interrupción de él.
Este poema respira, y al respirar nos enseña a respirar. En un mundo de exigencias constantes, de productividad obligatoria, de optimismo forzado, García Ramos nos regala un poema que dice: puedes detenerte, puedes caer, puedes no llegar hoy. Y mañana, cuando regreses —porque regresarás, siempre se regresa— serás el doble de clara, el doble de tú. Porque habrás integrado también esa parte que necesitaba pausa, esa parte que no podía, esa parte tan humana que a veces olvidamos que somos.
Ana María Olivares
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