Soledad de mariliendre de María Navas, “Poemas en el bolso” (2025)

Soledad de mariliendre

 

A Toni Adan, por su amor tan perfecto

Te vas con el invierno.

Tú, que eres de soles mediterráneos,

que amas la luz,

el verde árido de los olivos

y la tierra seca donde florecen los naranjos,

decides irte cuando comienza la fiesta, maricón.

 

Te vas como el invierno

y me dejas en el más gris de todos los paisajes.

No hay palabra que defina este vacío,

porque no eres hermano ni eres tieta.

No comparto ni una gota de tu sangre

ni el linaje de la gente que hoy arropa tu ataúd.

 

Entonces, cariño ¿cómo explico este hachazo en las costillas?

Cómo seguir adelante sin tu voz al otro lado,

sin contarnos las cosas que nos pasan,

sin tu estruendo, ni tus risas ¿cómo sigo?

 

El silencio de tu abrazo y tu caricia es para siempre.

No encuentro mi lugar en este duelo

porque más allá de la amistad, no tengo un nombre.

No hay espacio en esta despedida,

para tu mariliendre.

 

— María Navas, “Poemas en el bolso” (2025)

La invención del dolor: cuando el lenguaje no alcanza

Hay palabras que no existen hasta que alguien las pronuncia por primera vez. Mariliendre era una de ellas. María Navas la creó porque el español, con sus miles de vocablos para nombrar parentescos, no tenía ninguno para quien acompaña el duelo gay desde los márgenes del protocolo oficial. Ni hermana ni pareja ni tieta. Nada. Solo ese vacío donde debería estar el nombre de un dolor tan real como cualquier otro.

Este poema es una elegía pero también un acto político. Navas escribe desde la exclusión de quien está en el funeral pero no en la primera fila, quien siente el hachazo en las costillas pero no tiene derecho oficial al llanto. El amigo que se va “cuando comienza la fiesta” lleva el vocativo cariñoso —maricón— que solo pueden pronunciar quienes se han ganado el derecho a la ternura sin eufemismos. No hay corrección política en el duelo verdadero. Hay rabia y amor mezclados en proporciones que solo entiende quien ha perdido a alguien que el mundo no reconocía como pérdida legítima.

La estructura del poema replica la desorganización mental del duelo. Las preguntas sin respuesta se acumulan como los días sin sentido: cómo explico este hachazo, cómo sigo sin tu voz al otro lado, sin tu estruendo ni tus risas. Son interrogantes retóricos que no esperan respuesta porque no la hay. El duelo no se resuelve, se habita. Y María lo habita con una dignidad brutal, sin pedir permiso para sentir lo que siente.

La geografía del poema es también geografía del dolor. El invierno no es estación sino estado del alma. El “más gris de todos los paisajes” donde queda quien sobrevive no es melancolía romántica sino devastación material. Navas rechaza el lirismo consolador. No hay belleza en este dolor, solo ausencia. El silencio del abrazo que ahora es “para siempre” no es paz mística sino privación permanente.

Y luego está esa sangre que no comparten. Esa genealogía que no los une según el estado civil pero que el corazón sabe que es mentira. Porque hay vínculos que no necesitan certificado notarial para ser reales. El amigo era familia elegida, esa que construimos cuando la biológica no alcanza o no existe o simplemente porque el amor no entiende de cromosomas. Pero en el funeral, la familia de sangre arropa el ataúd y la mariliendre mira desde afuera preguntándose cómo nombrar este vacío que el lenguaje no contempla.

María Navas inventa la palabra porque necesita existir en el duelo. Mariliendre es neologismo pero también es bandera. Es decir: aquí estoy, doliendo sin permiso, llorando sin taxonomía oficial, reclamando mi derecho a desmoronarme aunque no tenga título jurídico que ampare mi desmoronamiento. Es poesía que legisla, que crea categorías donde el derecho no llegó todavía.

El poema cierra sin resolución porque el duelo sin nombre no se cierra. No hay espacio en esta despedida. Punto. Esa frase final es constatación, no queja. María no pide espacio: documenta su ausencia. Y en esa documentación sincera, en esa negativa a fingir que el dolor sin nombre duele menos, reside toda la potencia del texto.

Este es el poema que debería enseñarse en las escuelas cuando se hable de diversidad. No los manifiestos celebratorios ni las declaraciones de principios. Sino esto: el dolor concreto de quien pierde y ni siquiera tiene sustantivo para nombrar su pérdida. Porque la inclusión real no es poner banderas arcoíris en los edificios oficiales. Es tener palabra para el duelo. Es que la mariliendre tenga silla en el funeral. Es, simplemente, que el lenguaje nos alcance cuando más lo necesitamos.

María Navas escribe desde la vulnerabilidad extrema de quien tiene piel de uva. Y en ese poema sobre el amigo que se fue con el invierno, nos regala algo más valioso que consuelo: nos regala nombre. Y a veces, cuando todo se derrumba, tener nombre para el derrumbe es lo único que nos permite seguir de pie.