OTOÑO
Amanecer en otoño desde mi refugio en la montaña.
Llegan las primeras brumas del día,
pintando los madroños de grana y oro.
Equinoccio de otoño, ya brotan los primeros retoños.
Dalias, jacintos y crisantemos te esperan
en la amarilla pradera de oro y de azul cielo.
Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer,
haciéndome morir y a la vez renacer.
Tristes notas que emanan de mi viejo piano
me hacen despertar, invitándome a tocar.
Dejo llevar mis manos por mi ansioso piano,
que no quiere detenerse de tocar.
Lágrimas caen en mi interior,
sin entender bien el motivo.
Podría ser simplemente el triste olvido.
Sigo tocando. Ahora mi mente viaja sola
por bosques de hayas y arces rojos.
Bellos petirrojos cantando me acompañan
en esta extraña pero bonita melodía.
Sigo acariciando mi piano,
viendo caer desde mi ventana
hojas ocres de abedules,
que en el cielo se balancean.
El arroyo cercano se las lleva muertas,
cual procesión, con el viento del norte
en su frío viaje a ninguna parte.
Es hora de salir al jardín
para quitar las hojas de mi solitario banco de piedra,
que empieza a tener algo de verdín.
Los chasquidos de la leña me llaman al interior.
Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando.
Jilgueros y ruiseñores esperan con honores
la cálida melodía.
Notas tranquilas y suaves me reconfortan
al recordar a la mujer querida y nunca conseguida.
Escribí un día, en una de las hojas
que bajaban por el arroyuelo,
palabras de amor para ella,
por si el destino acierta en su largo camino.
Bonito soñar, bonito vivir,
y aun así, sin amor, ser feliz.
Ya llegará el duro invierno
y para entonces tendré preparada buena leña.
Ojalá me acompañes eternamente
junto a este viejo piano.
Mientras, seguiré tocando
por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida.
Los petirrojos te siguen esperando.
Ángel Jesús Martín González
Cuatro Estaciones, Versos para Ella (Editorial Poesía eres tú, 2025)
LA MÚSICA DEL TIEMPO QUE CAE
Hay poemas que son umbral, puerta entreabierta hacia ese territorio donde la palabra deja de explicar y empieza a resonar, como las teclas de un piano viejo que no necesita partitura porque toca desde la memoria de las manos. “Otoño” es uno de esos poemas que no se leen tanto como se habitan, que invitan a entrar en el refugio de montaña donde todo huele a leña crepitante, a tierra húmeda cubierta de brumas, a hojas muertas que el viento arrastra con delicadeza de cortejo fúnebre. Es un poema que suena antes de decir, que nos llega por el oído interno antes que por el entendimiento, como esas melodías que reconocemos sin saber dónde las aprendimos.
Desde el primer verso, Martín González nos sitúa en un espacio de soledad elegida, no impuesta: un refugio en la montaña que es al mismo tiempo guarida física y santuario emocional. El otoño llega con sus brumas matinales que pintan los madroños de grana y oro, colores que son fuego apagándose, vida que se retira con dignidad cromática. Ese equinoccio de otoño que anuncia retoños nuevos es, paradójicamente, promesa de futuro en medio de la caída: incluso cuando todo muere, algo se prepara para renacer. Esa dialéctica entre muerte y renovación atraviesa todo el poema como un bajo continuo, como esas notas graves del piano que sostienen la melodía aunque nadie las escuche conscientemente.
Y entonces aparece el verso que es eje, bisagra, corazón del poema: “Observo caer hojas de álamos y abedules al atardecer, / haciéndome morir y a la vez renacer”. Aquí no hay metáfora sino identificación ontológica: el yo poético no se parece a las hojas que caen; es las hojas que caen. Morir y renacer no son conceptos ni símbolos, son experiencia simultánea, contradicción que se vive en el cuerpo, en la respiración que se corta al ver la belleza de lo que se va. Ese atardecer es hora de frontera, tiempo suspendido entre el día que fue y la noche que vendrá, y en esa suspensión el poeta descubre que la pérdida no anula la vida sino que la intensifica, como si solo pudiéramos entender el valor de estar vivos cuando contemplamos cómo todo lo demás se muere.
El piano entra entonces en escena, y el poema cambia de registro. Ya no estamos en el paisaje exterior sino en el paisaje sonoro del alma. Ese viejo piano que emana tristes notas es más que instrumento: es interlocutor, compañero de duelo, testigo silencioso que reclama ser tocado como si la música fuera la única forma de exorcizar el dolor o de darle forma habitable. Las manos del poeta se dejan llevar por el piano ansioso “que no quiere detenerse de tocar”, y en esa inversión sintáctica —no es el poeta quien toca sino el piano quien exige ser tocado— se revela una verdad profunda: a veces no elegimos expresar el dolor, es el dolor quien nos elige para expresarse.
Entonces vienen las lágrimas que caen “en mi interior”, lágrimas no derramadas sino contenidas, lloradas hacia adentro donde nadie las ve pero duelen más. Y el poeta confiesa que no entiende bien el motivo: “Podría ser simplemente el triste olvido”. Esa incertidumbre es honesta, humana. No todo dolor tiene causa clara; a veces lloramos porque algo se olvidó, porque alguien ya no está en la memoria con la nitidez que tuvo, y esa pérdida de la pérdida —olvidar que hemos olvidado— duele con dolor sin nombre.
Pero el poema no se queda en el lamento. La música sigue sonando y la mente viaja sola por bosques de hayas y arces rojos, acompañada por petirrojos que cantan “en esta extraña pero bonita melodía”. Esos petirrojos son presencias aladas que traen consuelo, voces de la naturaleza que armonizan con las notas del piano creando una sinfonía involuntaria donde el arte humano y el canto natural se funden. La melancolía aquí no es oscura sino luminosa, atravesada por rayos de belleza que hacen soportable el dolor.
Mientras el piano suena, las hojas siguen cayendo desde la ventana —esa ventana recurrente que es ojo del alma— y el poeta las ve balancearse en el cielo antes de que el arroyo cercano se las lleve “muertas, / cual procesión, con el viento del norte / en su frío viaje a ninguna parte”. Esa procesión de hojas muertas es liturgia natural, ceremonia fúnebre sin sacerdotes donde el agua oficia de última morada y el viento del norte —frío, implacable— empuja hacia un destino que es ningún destino. La muerte aquí no tiene sentido trascendente; las hojas van “a ninguna parte”, y en esa aceptación de la finitud sin consuelo metafísico hay una serenidad estoica, una madurez que no necesita inventar cielos para poder seguir viviendo.
El poeta sale entonces al jardín a limpiar las hojas del banco de piedra que empieza a tener “algo de verdín”. Ese gesto cotidiano —quitar hojas muertas de un banco— es acto de resistencia suave contra el avance del olvido, contra la naturaleza que todo lo cubre, todo lo borra. El banco con verdín es rastro del tiempo que pasa sin que nadie se siente, soledad que se hace visible en el musgo. Y los chasquidos de la leña que arden en la chimenea llaman al interior: “Empieza a hacer frío y hay que seguir tocando”. Esa obligación —hay que seguir tocando— no es imposición externa sino mandato interior, necesidad vital de seguir haciendo música aunque nadie escuche, aunque la mujer querida nunca venga.
Porque entonces aparece ella, la ausente que es centro de todo: “la mujer querida y nunca conseguida”. Nueve palabras que contienen una biografía emocional completa. Querida pero nunca conseguida: amor que existió en el deseo pero no en la consumación, mujer que fue real pero inalcanzable, fantasma de carne que habita la memoria como habitan los muertos nuestros sueños. Y el poeta confiesa que escribió “un día, en una de las hojas / que bajaban por el arroyuelo, / palabras de amor para ella, / por si el destino acierta en su largo camino”. Ese gesto es de una ternura desgarradora: escribir palabras de amor en una hoja que el agua se llevará, confiar en que el azar —o el destino— haga llegar el mensaje a quien nunca lo recibirá. Es acto de fe poética, de esperanza sin esperanza, de amor que sabe que es imposible pero se dice igual porque el amor verdadero no calcula probabilidades.
Y entonces viene la aceptación final, el verso que es clave de bóveda de todo el poema: “Bonito soñar, bonito vivir, / y aun así, sin amor, ser feliz”. Aquí reside la sabiduría conquistada tras haber atravesado todas las estaciones del dolor. Es posible —dice el poeta— soñar con belleza, vivir con plenitud, y aun así, sin amor, ser feliz. No es resignación derrotada sino aceptación luminosa: la felicidad no depende de que el amor sea correspondido, de que la mujer querida venga finalmente, de que el otoño deje de ser otoño. La felicidad es decisión, capacidad de encontrar belleza en las hojas que caen, en los petirrojos que cantan, en las notas del piano que suenan aunque nadie las escuche salvo el propio poeta y los pájaros.
El poema cierra con una esperanza condicional: “Ojalá me acompañes eternamente / junto a este viejo piano”. Ojalá, palabra árabe que invoca a Dios sin nombrarlo, que dice “si Dios quiere” pero en diminutivo, en voz baja, sin exigir. Y mientras esa compañía no llega —o llega y se va, o nunca llega— el poeta “seguirá tocando / por si acaso escuchas de lejos tu canción preferida”. Ese “por si acaso” es devastador de puro humilde: no hay certeza de que ella escuche, no hay siquiera certeza de que esté viva o cerca, pero se toca igual, porque tocar es forma de seguir vivo, de seguir amando, de seguir esperando sin que la esperanza mate.
“Los petirrojos te siguen esperando” es el verso final, y en él se condensa toda la fidelidad natural del amor que no se rinde. Los petirrojos —aves que en la tradición europea simbolizan la esperanza y la renovación— siguen esperando, como sigue esperando el piano, como sigue esperando el otoño, como sigue esperando el poeta. Esa espera no es pasiva sino activa: se espera tocando, se espera observando las hojas caer, se espera escribiendo palabras en hojas que el arroyo se lleva.
“Otoño” es, en síntesis, un poema sobre la belleza del dolor aceptado, sobre cómo la melancolía puede ser luminosa si se la mira con ojos limpios, sin resentimiento. Es poema sobre la soledad elegida como espacio de creación, sobre el arte —el piano, la poesía— como forma de habitar la ausencia sin que la ausencia nos destruya. Es, finalmente, un poema sobre la madurez emocional que consiste en saber que podemos ser felices aunque no tengamos todo lo que deseamos, que la vida sigue siendo hermosa aunque el amor no sea correspondido, que vale la pena seguir tocando el piano aunque nadie venga a escucharnos, porque tocar es ya una forma de amor, y el amor verdadero no necesita respuesta para justificarse. Solo necesita ser, como las hojas que caen necesitan caer, como el otoño necesita venir después del verano, como el piano necesita ser tocado por manos que conocen el dolor y aun así eligen la música.
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