La soledad la quiero para mí, para el sol, dios o diosa
estrellas que lloran en universo
loco que re la vida.
Es dura como el granito
tranquila cual lago dormido
fría como glaciar apartado
profunda, roja, cual abismo de volcán azul, espiritual,
como éter inaccesible
alta, sublime, fuerte igual a árbol milenario.
La soledad no conoce noche
es día en la noche.
Vivir es esto para mí
providencia de sol, estrella, Dios,
árbol extraño en universo.
Himno de libertad
¡Así!
¿Quién puede desear la noche eterna de la nada?
¡Solo el universo!
Francisco Martínez Izquierdo
Éter y Crepúsculo de la Existencia
Resonancias de la Soledad Celeste
Este poema es un himno callado al territorio donde el hombre extrae, contra toda esperanza, la dignidad introspectiva. La soledad en labios de Martínez Izquierdo no es desierto, sino cima inmaculada: una elección, un reino sin súbditos, frío y volcánico, celestial e implacable. El poeta suelda cada imagen apelando a una materia mineral —granito, lago helado, volcán azul, árbol milenario— para dibujar la hondura de un sentir que no se cierra a la intemperie, sino que en ella encuentra su forma más elevada. La soledad “no conoce noche”; su luz es tan tenaz que descorre los telones del miedo y convierte el insomnio universal en una aurora inacabable. El verso termina como comienza: con la pregunta colosal que sólo el universo podría responder, y el poeta entregado al riesgo de vivir “día en la noche”, allí donde la identidad se sostiene en el abismo mismo del existir solitario. Es un fragmento de libertad austera: la materia de la que está hecho el silencio más fiel, el que nunca traiciona porque nunca pide compañía.
Ana María Olivares




