FUSILAMIENTO DE MARIANO MELGAR
Ay, verso mío, para qué melificarte,
si todo lo que hago logra únicamente
mi fin precipitar.
Si me desespero, te apunto, te acaricio,
y mi tacto te imagina suave piel.
Todavía nos esperan, a ti y a mí
los sumos juicios, la fugaz vergüenza,
la segunda muerte de Virgilio,
el fracaso, la derrota, la impaciencia,
triste borrego que bala por la chacra.
Bala, mientras Silvia
de otro ya es. De otro
mientras el pelotón se pone en fila,
y la venda se me cae, porque estaba escrito.
Así tuvo que ser, el nudo era muy flojo, y puedo
reconocer a Pinto, a Valdivieso, acongojados,
seguro que no han de tirar a matar.
¿Queda algo ya? Lo he dicho todo:
éste es un mundo de esclavitud y de señores,
pero peor esclavitud es la mentira.
No lo diré por mí, querida Silvia,
pero es que los peruanos aniquilan
a las almas más nobles, al fuego en primavera,
al Amor de verdad, al amor que te tuve…
Miguel Torres Morales, Leyendas Peruanas
La bala que contiene todos los besos no dados
Hay poemas que sangran antes de ser escritos y este es uno de ellos, porque Torres Morales no reconstruye simplemente el fusilamiento del poeta arequipeño Mariano Melgar en 1815 sino que establece una conversación entre dos muertes simultáneas: la del cuerpo ante el pelotón y la del verso ante la imposibilidad del amor correspondido. El poeta dialoga con su propio poema como quien acaricia la piel de la mujer ausente, confundiendo el tacto de la palabra con el tacto de Silvia, esa amada que se entregó a otro mientras el pelotón se forma en fila y la venda mal anudada se cae revelando los rostros acongojados de Pinto y Valdivieso que no dispararán a matar porque la nación peruana siempre mata mal a sus poetas, los fusila a medias dejándolos vivos en la memoria colectiva como heridas abiertas que no cierran nunca.
La belleza devastadora del verso “Bala, mientras Silvia / de otro ya es” condensa en cinco palabras tres significados simultáneos: el verbo balar del borrego que va al matadero, la bala que viene del fusil, y la constatación brutal de que Silvia pertenece ya a otro hombre mientras el poeta muere por la patria que nunca le correspondió su amor ni a él ni a ella. Torres Morales ejecuta aquí un golpe maestro porque fusiona la elegía amorosa con la denuncia política sin que ninguna contamine a la otra, manteniendo esa tensión imposible entre lo íntimo y lo colectivo que define toda gran poesía histórica.
El poema respira con el ritmo entrecortado de quien está a punto de morir, los encabalgamientos reproducen la respiración agitada del condenado, las pausas internas marcan el tiempo que queda antes del disparo final. Y en medio de esa cuenta regresiva hacia la nada el poeta se pregunta para qué melificar el verso, para qué endulzarlo con artificio retórico si de todos modos viene la muerte y con ella el fracaso de haber amado mal a Silvia y de haber servido peor a la patria. Pero la pregunta es retórica porque el poema mismo es su respuesta: se melifica el verso precisamente porque vamos a morir, porque sólo la belleza formal resiste el paso del tiempo y el olvido.
La referencia a “la segunda muerte de Virgilio” nos recuerda que el poeta latino quiso quemar la Eneida antes de morir considerándola imperfecta, y Torres Morales sugiere que todo poeta verdadero muere dos veces, primero cuando su cuerpo cae y segundo cuando su obra es juzgada por la posteridad y encontrada insuficiente. Los “sumos juicios” que esperan al verso son más terribles que el pelotón de fusilamiento porque duran siglos mientras que las balas duran apenas un segundo. Y sin embargo el poeta sigue escribiendo, sigue acariciando sus versos como si fueran la piel de Silvia, porque peor que morir fusilado es morir sin haber intentado capturar la belleza imposible del instante.
El cierre del poema es demoledor: “los peruanos aniquilan / a las almas más nobles, al fuego en primavera, / al Amor de verdad”. Torres Morales convierte a Melgar en símbolo de todos los poetas peruanos sacrificados por la patria ingrata, todos los que entregaron su vida por un país que prefiere matar su propia belleza antes que reconocerla. Y el último verso, interrumpido con puntos suspensivos, sugiere que el amor que Melgar tuvo por Silvia era exactamente el mismo amor que tuvo por el Perú, ambos imposibles, ambos no correspondidos, ambos terminados con una bala que atraviesa el pecho del poeta antes de que termine de decir su último verso.
La maestría técnica reside en cómo Torres Morales mantiene dos voces superpuestas: la de Melgar en 1815 y la suya propia desde el exilio europeo doscientos años después. Ambos poetas dialogan a través del tiempo compartiendo la misma herida: haber amado demasiado a quienes no supieron recibirlos. Y la venda que se cae porque el nudo era muy flojo funciona como metáfora perfecta de la identidad peruana misma, siempre mal atada, siempre dejando ver lo que debería permanecer oculto, siempre ejecutando mal hasta sus propias ejecuciones porque en el fondo no sabemos ni siquiera morir con dignidad.
Este poema duele porque no consuela, no ofrece redención ni esperanza, sólo constata que el mundo es esclavitud y señores y que la peor esclavitud es la mentira. Y Torres Morales deja a Melgar muriendo sin terminar su frase porque así murieron todos los poetas peruanos, con el verso interrumpido en la boca y la patria sorda a sus gritos. Lo extraordinario es que dos siglos después seguimos escuchando ese grito, seguimos sintiendo esa bala atravesando el pecho del poeta cada vez que leemos el poema, porque la poesía verdadera no muere nunca aunque fusilen mil veces al poeta que la escribió.
Ana María Olivares
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