MUERTE DE FEDERICO GARCÍA LORCA
GRANADA 18 DE AGOSTO DE 1936
En la noche más terrible
que se recuerde en Granada,
mataron a Federico
antes que viniese el alba.
Gentes comidas del odio,
de ese vil odio que mata,
le cercenaron la vida
una triste madrugada.
Tejan redes de acero,
con hilo del mal hilaban,
fervorosos de pistolas
y amigos de la guadaña.
Del lecho de sus amigos
sacaron muy de mañana
un despliegue de soldados
fue vigilando la casa,
siendo Ramón Ruiz Alonso,
el Diputado de marras,
quien trajo la orden escrita,
mientras su dedo señala.
Mujeres de la familia
se opusieron a la farsa,
y llamaron a los varones,
que al buen amigo salvaran.
Descendió las escaleras
con blanco nieve en la cara,
aterido como al viento
se cimbrea la rama.
Le pusieron las esposas,
que de malhechor lo tratan,
delincuente o forajido
que las leyes atenazan.
Y no quiso despedida
cuando lo llevan los guardias,
sabiendo, por negro sino,
que la muerte lo esperaba.
Eran las cinco en revuelo,
los relojes detonaban,
cuando camisas azules
lo suben por la montaña.
No anduvo solo el camino,
dos hombres le acompañaban.
Se vio la luna en el cielo
fluir en círculo de plata.
En el Barranco de Víznar
donde triste gime el agua,
cinco novillos mugían
sangre de rosa cortada.
Y en el Barranco de Víznar,
tibio de olivar y palma,
aire de arena y albero,
blanco de blanca mortaja.
En los bordes del camino,
Federico meditaba
Oh, muerte, mi compañera,
muerte morena y gitana,
tu silbo, toque a toque,
en los girones del alma.
Viva muerte, sombra mía,
no os miré la cara,
pero en mis versos sentía
tus coronitas de escarcha.
Rumor tibio y templado
el beso de tu guadaña
más que frío, fuiste brisa
de la nieve de Granada.
Hoy me llevas de la mano,
sin saber a dónde vaya
se cumple mi profecía,
y ni el mismo Dios me salva.
El piquete, tan violento,
dando voces, no cesaba,
de decir injurias crueles
con sus gestos y palabras.
Antes de venir el día,
recios verdugos disparan
el plomo sobre su centro,
que por odio la boca habla.
En la matriz de la tierra
el buen poeta descansa
hurgaron hondas raíces,
su cuerpo no se encontrara.
Antonio Berlanga Pino
Libro de Romances (En homenaje a Federico García Lorca)
La noche que no termina de sangrar
Hay poemas que nacen desde la herida abierta de la historia, esos que no se escriben con tinta sino con la memoria testaruda que se niega al olvido. Este romance de Berlanga pertenece a esa estirpe del dolor documentado, de la injusticia que sigue ardiendo ochenta y nueve años después porque nunca encontró sepultura digna. Federico García Lorca, el poeta más luminoso que parió Andalucía en el siglo veinte, fue arrancado del mundo una madrugada de agosto en Granada, y Berlanga devuelve esa noche atroz al octosílabo que el propio Lorca convirtió en música. No hay aquí voluntad de venganza sino de preservación: que la muerte de Federico siga nombrándose mientras existan lenguas que hablen español.
El romance abre con esa sentencia lapidaria que pone los pelos de punta: “En la noche más terrible / que se recuerde en Granada”. No dice “una noche terrible” sino “la más terrible”, superlativo que convierte el asesinato en acontecimiento único, irrepetible por su vileza. Y el contraste entre “noche” y “alba” —”mataron a Federico / antes que viniese el alba”— subraya esa urgencia siniestra: los verdugos necesitaban la oscuridad, la complicidad de las sombras para consumar el crimen. El alba que nunca llegó para Federico funciona como metáfora de la España que perdimos esa madrugada, la España que hubiera sido otra cosa si no hubiesen fusilado al poeta.
Berlanga emplea el lenguaje arcaizante del romancero tradicional —”gentes comidas del odio”, “tejan redes de acero”, “fervorosos de pistolas”— para darle al horror contemporáneo la pátina de las viejas baladas medievales donde también se contaban traiciones y asesinatos. Pero esta no es leyenda: Ramón Ruiz Alonso existió, el Diputado de marras que trajo la orden escrita mientras su dedo señalaba a Federico. Esa precisión histórica —nombres, lugares, fechas— ancla el poema en lo verificable, impidiendo que nadie lo despache como licencia poética.
La construcción de Federico como víctima se hace mediante imágenes de blancura y fragilidad: “descendió las escaleras / con blanco nieve en la cara, / aterido como al viento / se cimbrea la rama”. El poeta convertido en rama que tiembla, despojado de toda agresividad, humanizado hasta la ternura. Las esposas que le ponen son obscenas porque tratan de malhechor al hombre que solo sembró belleza: “delincuente o forajido / que las leyes atenazan”. La ley aquí no es justicia sino maquinaria de exterminio.
El centro emocional del romance está en esos versos donde Federico dialoga con la muerte mientras camina hacia su fusilamiento. “Oh, muerte, mi compañera, / muerte morena y gitana”: Berlanga pone en boca del poeta esa familiaridad con la muerte que atraviesa toda su obra, desde el Romancero gitano hasta Poeta en Nueva York. Federico siempre supo que la muerte lo rondaba, gitana y morena como sus personajes, y ahora la encuentra no como metáfora sino como realidad de plomo. “Tu silbo, toque a toque, / en los girones del alma”: el silbo de la muerte no es grito sino susurro, insinuación que se infiltra en los jirones —los pedazos rotos— del alma.
Y ese verso demoledor: “pero en mis versos sentía / tus coronitas de escarcha”. La muerte ya estaba en los poemas de Lorca, presagio cumplido, profecía que se verifica esa madrugada de agosto. “Hoy me llevas de la mano, / sin saber a dónde vaya / se cumple mi profecía, / y ni el mismo Dios me salva”. La resignación del poeta que acepta su destino sin entenderlo del todo, entregándose a esa muerte que siempre fue su sombra gemela.
El Barranco de Víznar funciona como escenario maldito: “donde triste gime el agua, / cinco novillos mugían / sangre de rosa cortada”. Los novillos que mugen sangre transforman el paisaje en testigo enloquecido, la naturaleza gritando lo que los hombres callan. “Aire de arena y albero, / blanco de blanca mortaja”: el aire mismo se vuelve sudario, envolviendo al poeta antes de que caiga.
El cierre del romance recupera la frialdad documental: “el plomo sobre su centro, / que por odio la boca habla”. El tiro en el centro del cuerpo, el odio que habla por la boca del fusil. Y esa imagen final que condensa toda la impunidad franquista: “En la matriz de la tierra / el buen poeta descansa / hurgaron hondas raíces, / su cuerpo no se encontrara”. La tumba sin nombre, el cuerpo que las raíces ocultan porque los asesinos no quisieron dejar rastro. Federico sigue perdido en algún olivar granadino, bajo alguna piedra que nadie marcó, y ese extravío geográfico se convierte en herida nacional que no cierra.
Berlanga consigue lo difícil: honrar a García Lorca usando su propia métrica sin sonar a imitación barata. El octosílabo asonantado en á-a vertebra todo el romance manteniendo esa cadencia hipnótica del romancero tradicional que facilita la memorización y la oralidad. Este poema pide ser recitado en voz alta, cantado incluso, porque el romance siempre fue música antes que literatura. Y al devolverle a Federico su muerte en forma de romance, Berlanga le está regalando el único monumento que el poeta hubiera aceptado: palabras que laten, versos que respiran, memoria convertida en belleza.
Análisis de Ana María Olivares
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