Amarte en silencio

Tu piel es rosa, como la pena,
y tu cabello, negro como el mar.
Tus manos, blancas como tu pecho,
y tu mirada me hace temblar.
Eres tranquila, como un lago
que la lluvia teme mojar;
eres la sombra de mi mirada,
cuando la luna me hace llorar.
Eres el cristal que pincha mis venas
y la sangre que me hace andar;
eres la magia que cura mis labios,
cuando la soledad los seca sin más.
Eres la luz de mi día callado
y la flor que me hace olvidar;
eres el cielo que, en mi regazo,
a las estrellas quisiera bajar.

Carlos Jesús León Río, de “Me lo dijeron unas voces”

La Geografía del Amor Callado

Este poema se despliega como un mapa íntimo del deseo, donde cada verso es territorio conquistado por la palabra que se atreve a decir lo indecible. La voz poética construye un retrato que trasciende lo físico para convertirse en arquitectura del alma, donde la piel rosa no es solo color sino textura emocional, donde el cabello negro como el mar contiene la vastedad y el misterio de todos los océanos que separan a los amantes.

Hay en estos versos una geometría sagrada del amor silencioso, una cartografía donde cada parte del cuerpo amado se vuelve metáfora de estados internos. Las manos blancas como el pecho no solo describen una pureza visual sino que sugieren una inocencia que estremece, que hace temblar al yo poético con la intensidad de lo divino tocando lo mortal. La tranquilidad del lago que la lluvia teme mojar es imagen prodigiosa que revela la vulnerabilidad protegida del ser amado, esa calma que se resiste al dolor pero que, paradójicamente, genera en quien observa las lágrimas que la luna arranca.

El cristal que pincha las venas es acaso la metáfora más poderosa del poema: el amor como sustancia cortante que se introduce en el torrente sanguíneo, que se hace circulación y vida. No es casualidad que inmediatamente después aparezca la magia curativa de unos labios que sanan la sequedad de la soledad. Aquí León Río despliega su genio: el mismo amor que hiere es el que cura, la misma presencia que desestabiliza es la que ordena el caos interno.

La luz del día callado y la flor del olvido nos hablan de un amor que existe en los espacios del silencio, en esos intersticios donde las palabras no alcanzan pero donde el sentimiento se vuelve más puro, más intenso. Y el verso final, esa imagen del cielo en el regazo queriendo bajar las estrellas, es la síntesis perfecta de lo imposible convertido en deseo, de lo cósmico habitando lo íntimo.

Cada asonancia en “ar” funciona como un latido constante, como la respiración entrecortada de quien confiesa en voz baja. La musicalidad del violonchelista se hace evidente en esta cadencia que arrulla y estremece, que susurra y grita al mismo tiempo. Este poema es, en esencia, una declaración de amor que se sabe silenciosa pero que encuentra en la palabra poética su única posibilidad de existir, su única manera de tocar al otro sin tocarlo, de amar sin ser correspondido, de gritar en el idioma secreto del corazón que late en cada verso.