Autor: Luis ACEBES (2008)
ISBN-13: 978-84-936587-5-5
Editorial: Poesía eres tú
Depósito Legal: SE-6954-2008
Dentro de poco habrá agencias de viajes en el tiempo. Por un puñado de euros podremos ir a 1973, maravillarnos con la nieve que caía despacio, volver a pisar la hierba que un día nos conoció inmortales. Mientras tanto, Luis ACEBES nos propone una alternativa razonable: tumbarnos bajo el cielo y que su “Música ligera” nos lleve allí en brazos.
Música Ligera es un alegato nostálgico de infancia pasado por la licuadora que la vida nos regala al cumplir cuarenta años. Luis ACEBES acciona su personalísima tecla de “play” para que su música camine por nuestros rincones.
PRÓLOGO:
Quizás sea “Música ligera” una excepción dentro de la poesía o quizás tenga yo que decir que Luis Acebes, ha hecho un trabajo excepcional con su obra. Cuando cayó por primera vez en mis manos, —ya había sido advertido por mi compañera editora Mayte Sánchez Sempere—, no pude parar de leer y no podía dejar de preguntarme, como ha hecho Luis Acebes para trasportarnos a este mundo, quizás porque somos de la misma generación o tal vez porque me unen otras afinidades con él, hice un viaje que no esperaba hacer a los años de mi niñez. El realismo de Luis Acebes, libre de artificios y de metáforas se clava como un dardo en lo profundo del ser humano y nos recuerda que en otro tiempo, en nuestro tiempo, fuimos de otra manera y apretábamos la mano de nuestro padre para mandar un telegrama delante de un bazar, que los niños desfilábamos en escuadrón con flores a María llenos de esa santidad amateur que se mezclaba con el olor de tiza húmeda sobre la madera y sobre todo esa música ligera que sonaba cuando pinchábamos un vinilo y que aún la escucho cuando vuelvo a releer este libro.
Espero que el lector encuentre ese sonido irremediable de la poesía y se deje llevar por estos versos a ese mundo de la infancia de Luis Acebes que se parece tanto a la niñez de los niños de la década de los setenta.
Javier PÉREZ-AYALA
Breve defensa de los universos interiores.
La humanidad se divide en dos tipos: a) los que miran hacia fuera y b) lo que miran hacia dentro. Los que miran hacia fuera acaban poniendo exitosas franquicias de comida rápida que les proporcionan el usufructo de una felicidad de gama media-alta. Los que miran hacia dentro suelen acabar (en el mejor de los casos) trabajando en un banco. Lo bueno de estos últimos es que, por la tarde, escriben poesía.
Yo no trabajo en un banco, en todo caso soy funcionario de mí mismo: ese alto escalafón que la vida nos concede con los años. Y sí, escribo poesía.
Mirar hacia dentro es un trabajo doloroso y mal remunerado. Mirar hacia dentro supone poner en marcha a diario una descomunal trituradora que va moliendo tu vida; el resultado es una harina oscura con la que después se hace un pan que les encanta a los locos. Cada vez hay menos panaderías para locos. La gente prefiere el pan industrial, sin sorpresas. ¿Qué sucedería si un ama de casa comprara pan de locos y su familia comenzara súbitamente a recitar a Milton en la cena?
Otra ventaja de mirar hacia dentro es que acabas construyendo (con perdón) un universo interior. A ver, que no se me malinterprete, para tener un universo interior no es necesario ir por casa en túnica ni quemar incienso ni pedirle cosas a la luna ni silbar canciones de Pat Metheny en la ducha. He conocido universos interiores del tamaño de una lenteja. Por ejemplo, el mío. Una prueba de su existencia y manejabilidad es lo que tú, querido lector, vas a poder leer a continuación. Espero que te guste y que te ayude a encontrar el tuyo. Y por favor, no pongas nunca una franquicia de comida rápida.
Luis ACEBES
EXTRACTO DE LA OBRA:
1
Reivindico la música ligera,
las fotos de mi padre en el faro
con su fred perry color granate y el cigarro
entre los dedos.
Si tuviera un piano de cola blanco
y algo de paciencia
haría una canción
tipo “abrázame” o “tu nombre en las olas”.
A ver, hablo de un verano
en las rodillas de mi madre.
Su vestido blanco
y los sidecars bordeando la montaña.
En el apartamento, piso diecinueve,
tirábamos la basura por un tubo
y al llegar abajo hacía un “pum” muy dulce.
Mi padre me asustaba con una culebra de plástico.
Extraña relación siempre
la de un padre con su hijo.
Luego está el asunto de las fibras:
Veranos acrílicos escuchando a una solterona
que se quejaba de falta de amor, canción tras canción.
Echaba chispas como un pijama nuevo y barato
bajo las sábanas.
La única defensa era soplar por la pajita del granizado,
dirección a la luna
o correr a la playa y enfrentarse al mar.
“Yo no soy esa”,
decían los altavoces bañados por esos focos verdes
que nunca más he vuelto a ver,
¿quién eres tú, entonces?
La solterona de voz ginebresca no sabía que esa noche
yo tendría la prueba de la vida extraterrestre:
Luces rojas y azules girando en circunferencia
a la distancia de tres dedos míos del horizonte.
Una resistencia eléctrica se encendió
en medio de mi sangre.
La puta música seguía dale que dale.
Justo
por aquella época
las respectivas epidermis de mis padres
eran la piel de un tambor
que el tiempo tocaba para desquiciarme.
23
El bazar chamberí era la única juguetería
sobre la Tierra
que tenía el Tyrrell P34 rojo en el escaparate.
Cuando pasaba por allí
apretaba con fuerza la mano de mi padre
mandándole
telegramas que decían:
“Quiero ese coche STOP
Imprescindible para mi correcto crecimiento STOP
Espero noticias”.
La mano de mi padre
recibía las presiones con indiferencia
y después de algunos segundos
tiraba de mí hacia casa.
El Tyrrell P34 rojo
era el primer coche que había visto
con seis ruedas.
Quería salir en el telediario
contándole a todos que lo había visto.
Quería un plano muy corto
de mi cara
anunciando la buena nueva;
después,
un silencio,
significativo y taladrante,
dedicado a mi padre.
Un viernes por la tarde me lo compró.
Lo cogí con las dos manos
como un pesado grial.
El camino a casa fue un plano secuencia
muy aburrido
de mis pies avanzando y la caja del coche
en primer término.
Al ponerlo en la pista eléctrica
salió disparado
dando varias vueltas de campana.
El Tyrrell P34 desoyó las normas elementales
de conducción
y abandonó la pista en floreado vuelo.
Peralté la pista
y se reanudó la carrera.
Sé que los otros coches querían su desgracia,
incluido un mercedes verde
con las escobillas muy gastadas.
Es curiosa la envidia,
veneno retardado que va cubriendo de polvo
la vida.
26
Walter Scott
se batió un día en duelo
con Enid Blyton.
Fue en el segundo estante de mi librería,
junto a la hucha
del pobre con la ranura
en el sombrero remendado.
Sir Walter llegó el primero,
en coche de caballos;
la Srta. Blyton
lo hizo después,
caminando,
justo cuando el sol ya había
dibujado
su completa circunferencia.
En 1974
fueron muy comunes este tipo de duelos.
La verdad
es que no se tragaban.
A uno le gustaban las armaduras
y el honor.
A la otra,
los niños que jugaban
a detectives.
Y yo en medio.
¿Por quién me decantaba?
Depende
del día
me subía con el valeroso Ivanhoe
a su caballo,
montado como Audrey
en Vacaciones en Roma;
otros, jugaba con Los Cinco:
Julian,
Dick,
Anne,
Georgina
y su antropomórfico perro
Tim.
Scott era muy pomposo,
pero
en el último tramo de la infancia
hace falta pompa,
como los soldados que golpean
el escudo
con su espada
antes de entrar en batalla:
Es algo fisiológico.
Blyton
tenía,
en cambio,
ese sabor a niños poco glotones
de la posguerra europea;
aliviaba leerla
y descubrir que las rosquillas glaseadas
que vendía Valeriano
en su panadería
no lo eran todo.
Y, como era de esperar,
Sir Walter
le metió una bala en la cabeza
a la buena de Enid.
Fin de la historia.